El mesmerismo: aproximación al hombre y su teoría

«Le vi inducir, después controlar, y después eliminar, ¡un ataque epiléptico! ¡Le vi hacer que un miembro paralizado se estirara y encogiera solo! Yo mismo vi como los pacientes comenzaron a comprender que sus cuerpos eran, en parte, responsabilidad suya y que muchos de esos síntomas no eran señales del más allá, o de fe, sino consecuencias directas de sus propias experiencias, recuerdos, actitudes. Y Mesmer estaba allí para poner un espejo delante de ellos».

Las palabras anteriores eran pronunciadas por el doctor Charles Deslon en la película Mesmer (1994), durante el proceso que pretendía dilucidar si Franz Anton Mesmer (1734-1815) y su magnetismo animal eran una realidad o un fraude. Su alegato mostraba una convicción compartida por miles de personas, tanto de Viena como de París y de otros lugares, que creían que las artes del carismático doctor eran totalmente factibles y verídicas, aunque incomprendidas. La historia, además de quienes le juzgaron por aquel entonces, etiquetaron a este hombre de “charlatán y mentiroso”, vendedor de ilusiones y encantamientos. Hoy, su mesmerismo es entendido como una pseudociencia más, y él como un pseudocientífico. Etiquetas que se antojan muy fáciles de aplicar a cualquier cosa que escapa de los esquemas comunes de la ciencia, tal como ocurría hace dos siglos y medio. ¿Pero este planteamiento inicial es justo?

Conociendo su andadura vital, no hay más remedio que estar de acuerdo con el gran Stefan Zweig cuando dijo en su obra La curación por el espíritu que la tragedia del alemán fue que llegó demasiado pronto y demasiado tarde. ¿Por qué? Muy simple, porque la Ilustración abjuró completamente de la intuición en sus primeros momentos, y la profesión médica llevó la razón mecanicista hasta sus últimas consecuencias durante bastantes décadas. El materialismo y las enciclopedias llegaron para dejar atrás las supersticiones y los pensamientos oscuros propios de la Edad Media.

Por desgracia, también se llevaron por delante algunos pensamientos que podrían haber devenido en descubrimientos brillantes, pero que no fueron atendidos al no poder medirse de forma observable. Mesmer lo intuía: el Universo no estaba vacío, sino lleno de fuerzas y ondas invisibles, que eran capaces de alterar el alma humana. Una pena que, finalmente, el buen doctor no alcanzara el siguiente paso en su razonamiento, quedándose a las puertas de un nuevo mundo para el saber: el de la hipnosis y su poder terapéutico. Tanto sus creencias como su doctrina supusieron el prólogo de una revolución que no llegó hasta que fue apartado por sus colegas, ignorado y humillado, a pesar de probar constantemente que sí que había dado con algo interesante, aunque no fuera exactamente lo que él mismo creía. ¿Una persona podía actuar sobre otra mediante su voluntad?

Un retrato del hombre y de su mente

Había algo con lo que todos estaba de acuerdo: Franz Anton Mesmer tenía una personalidad arrolladora, increíblemente atrayente y carismática. Esta faceta fue magistralmente retratada por Roger Spottis Woode en su cinta Mesmer, con un magistral Alan Rickman a la cabeza. Ese mítico Hans Gruber o el no menos especial Severus Snape estuvo a la altura del papel, a pesar de cierto enfoque histriónico. Si bien la película se centra en su época más polémica – su relación paciente-terapeuta y quizá algo más con Maria Theresia Paradies, la música ciega de la corte vienesa que entró en contacto con él entre 1777 y 1778 –, también muestra la mayor parte del corpus mesmerista, la razón de ser y de trabajar de tan insigne personaje.

A pesar de lo que la Historia diga de él, Mesmer no era ningún ignorante que hablara sin más, sino una personalidad incluso entre los eruditos. Nació a orillas del lago Constanza en 1734, en la localidad de Iznang, y se trasladó para estudiar a Viena siendo ya doctor en Filosofía y studiosus emeritus en Teología. Ya en su juventud austríaca estudia Derecho y dirigió finalmente su atención a la Medicina. En 1766 obtiene su tercer doctorado, pero sigue atendiendo a una de sus pasiones: el saber. No hace ascos a nada: física, química, matemáticas o geología. Nada se escapa a la mente inquieta de Franz Anton. Ni siquiera la música, pues tocaba tanto el piano como el violoncelo, además de la novedosa armónica de cristal, que usó el mismísimo Wolfgang Amadeus Mozart para componer un quinteto.

Su posición de burgués acomodado – se casó con la viuda Anna Maria von Posch en 1768, otrora esposa del consejero aúlico Van Bosch – y su carácter filántropo hicieron de su casa un verdadero hervidero de la vida social vienesa de la época. Su palacete, situado en la vía Landstrasse 261, era un lugar perfecto para interminables veladas llenas de música y eventos culturales. La buena vida podía verse, tocarse, olerse, oírse y degustarse en su enorme jardín, que vio desarrollarse musicalmente al inmortal Mozart, al que Mesmer ofreció estrenar su ópera Bastien y Bastienne en aquel lugar, cosa por la que Amadeus siempre estuvo agradecido.

Durante su etapa previa al advenimiento del mesmerismo, Mesmer no tuvo ni un solo enemigo en Viena. Era calmado, taimado y tenaz, amigo de la conversación pero sin ambición económica, a pesar de ser rico. Se alaban su generosidad y su conocimiento, y los médicos de Viena le consideran un colega soberbio. Y así fueron pasado los años hasta que llegó el verano de 1774, momento en el que los acontecimientos se precipitaron.

Una pareja de distinguidos extranjeros visitan Viena y acuden al jesuita Maximilian Hell para que cure las molestias estomacales de la señora. Astrólogo capaz, el hombre decide usar un imán para aplicarlo en la zona afectada. Como remedio tradicional, el uso de imanes estaba aun extendido entre aquellos que no ejercían la medicina moderna, tan amiga de las sangrías incansables y continuadas. Al igual que atraía el hierro, muchos pensaban que el poder del imán era capaz de atraer y expulsar enfermedades del cuerpo. Nadie desarrolló más esta hipótesis que Paracelso, que afirmaba que, debidamente aplicado, el imán podía conducir su fuerza a través de todo el cuerpo humano, adelantándose sin saberlo a la corriente eléctrica.

Hell informó a Mesmer del tratamiento que iba a seguir, y el doctor se interesó mucho. Aun lo hizo más cuando comprobó que los síntomas remitían, al menos aparentemente. Asombrado, Mesmer encargó al jesuita más imanes que posteriormente usó en algunos experimentos, con los que obtuvo resultados tan inesperados como prometedores. Aquello del hierro magnético parecía cosa de un milagro, pero ahí estaba. Como científico, Mesmer sabía que debía buscar una explicación lógica y causal a todo el asunto, por lo que vino de nuevo a su mente su tesis doctoral, que versaba sobre la acción de los planetas y los astros sobre el hombre. Aquel trabajo se tituló De Planetarium influxu, y planteaba la existencia de una fuerza misteriosa que penetra en todo el Universo, incluyendo por supuesto a los seres humanos. En aquellos años de estudiante, el nombre de tan enigmática energía era gravitas universalis, la fuerza de gravitación universal. La puerta de entrada a una nueva investigación en torno al poder de curación magnético.

Este fluido comenzó siendo una idea meramente filosófica. Entre el macrocosmos y el microcosmo había una relación material, más allá de lo meramente observable. Las estrellas y las personas, el alma y el cosmos, todo estaba atado de una forma u otra. Su convicción cada vez más ferviente de que el imán posee dones por descubrir le hacen experimentar con más ahínco, transmitiendo esa corriente magnética a otros objetos, inanimados algunos. Utensilios de todo tipo, cuberterías, agua… Todo era magnetizado a fin de lograr resultados favorables. La idea consistía en transmitir esa fuerza con conductores, embotellarla y almacenarla en acumuladores.

Todo este proceso lleva al uso de las grandes cubetas, recipientes de madera en el que dos hileras de botellas de agua magnetizada convergen en una barra de hierro con agujas conductoras que el paciente se puede aplicar allá donde le duela o tenga alguna dolencia. Nada escapa a los experimentos de Mesmer. Animales o plantas. El doctor lo apostó todo al imán, una decisión que a la postre fue errónea, pero que no menoscaba el mérito de este hombre de intuir que aun había energías que revolucionarían el desarrollo del mundo.

Milagros sugestivos

– Sí solo pudiera hacer volar esa flecha…

– ¿Qué?

– El flujo de pensamiento, Dr. Ingehousz. Una convicción. De que descubrí algo que eliminará el dolor, el sufrimiento y la desarmonía de nuestros cansados cuerpos… (Mesmer, 1994, de Roger Spottis Woode).

El extraño poder que decía tener el doctor Mesmer tiene mucho que ver con un concepto muy extendido en nuestros días, pero que aun no había sido asimilado en el siglo XVIII. ¿Cuántas curaciones milagrosas se han producido en parte gracias a la fe? ¿Y cuántas se pueden atribuir a la voluntad? Pues es precisamente ahí donde inciden las técnicas magnéticas del personaje. Su convicción y la transmisión de la misma obraban maravillas en sus pacientes. La sugestión era la clave. Los susurros se convirtieron en rumores, y estos en noticias. El mesmerismo comenzó a causar furor en Viena y en el resto de Austria. Médicos de Hamburgo o de Ginebra se interesan por su método, mientras su casa de Landstrasse 261 se llenaba de pacientes y curiosos deseosos de saber más. Hay casos muy sonados, como el del consejero académico Osterwald, cuya mejoría visual y de una parálisis que sufría valieron un informe favorable de este paciente.

«Si alguien pretende decir que esa historia de mis ojos es pura fantasía, debo decir que me parece muy bien, pero que en lo sucesivo no voy a pedir a ningún médico del mundo sino que acierte a hacerme imaginar que estoy sano».

Un diagnóstico tan acertado que mirado desde el presente parece profetizado. Y aun cabía otra nueva evolución de los métodos mesméricos, que derivaron del uso de imanes o de una barra de hierro magnetizada al mero contacto de las manos del doctor. Su terapia y su carisma bastaban para que sus pacientes se retocieran, gimieran, se quejaran y finalmente mejoraran en gran cantidad de casos. Los enfermos se aliviaban con pases de manos. Había ido, según creía, más allá que cualquier experto medieval, por supuesto más lejos que Paracelso y sus imanes. La gravitas universalis pasó a ser magnetismo animal, una energía capaz de pasar de una persona a otra, incidiendo en cada mal posible que afecte al cuerpo y la mente. Desde 1776, las terminaciones nerviosas de los dedos eran las que aplicaban el tratamiento. Y, a pesar de todo, el propio Mesmer era el primer sorprendido, porque seguía sin entender cómo funcionaba todo aquello, pero no podía parar de usar la técnica, sobre todo por aclamación popular.

Una opinión se abre paso en su mente. Una que sigue siendo criticada, pero que parece ser vital, a tenor de numerosos casos que se dan cada cierto tiempo: la voluntad de sanar es tan importante como el tratamiento, y el propio médico debe ser el que comparta esa voluntad de sanación. Por su parte, los interesados en las curas solo acudían por devoción y por fama. La novedad se extendía y, por desgracia, muchos médicos comenzaron a mirar con malos ojos a Mesmer. Entre ellos, el doctor imperial y presidente del colegio de médicos austríacos, el profesor Stoerk.

El caso de la señorita Maria Theresia Paradies fue la gota que colmó el vaso. La chica mejoró de su ceguera total al menos de forma transitoria. Ya sea por sugestión o por otro motivo, su propio padre daba testimonio de ello. Una pena que la chica disfrutara de una pensión otorgada por la casa real, que le daban gracias a su ceguera y a su virtuosismo. Si sanaba del todo, ¿qué le depararía a los Peridies? Probablemente hubo presiones por parte del colegio de médicos, con Stoerk a la cabeza. El resultado fue que Maria Theresia – quizá por aquel entonces amante de Mesmer, o eso dicen las malas lenguas – acabó su tratamiento, en contra de su propia voluntad. Arrebatada de las manos del mesmerista, su estado empeoró y volvió irremediablemente a vivir entre tinieblas. Todo por la generosa gratificación imperial.

El asunto fue tan lejos que la comisión de la moral, institución todopoderosa en Austria, tomó cartas en el asunto. El profesor Stoerk intervino para “acabar con el fraude” y castigar a Mesmer, que no tuvo otro remedio que huir de Viena. Atacado por sus colegas y repudiado por las autoridades, acude primero a Suiza, y luego a París, donde volvió a encontrar acomodo en la corte de Luis XVI, en cuyo reino se estaba gestando la Revolución Francesa.

Tanto María Antonieta como muchos otros miembros ilustres del panorama francés alababan al doctor. Incluso Lafayette comunica a Washington su voluntad de llevar la doctrina mesmerista a Estados Unidos, junto a las armas que donará a la causa de la Guerra de la Independencia americana. Los seguidores austríacos del magnetismo animal querían traer de vuelta al doctor, pero el colegio de médicos clamaba contra cualquier iniciativa al respecto. Aunque en París topó con otro escéptico: nada más y nada menos que con el propio Luis XVI.

El rey nombró en 1784 una comisión de investigación. La sociedad médica y la Academia francesa entran en escena, y entre los miembros propuestos para juzgar el mesmerismo hay verdaderas celebridades mundiales. Entre otros, estaban Antoine Lavoisier, el renovador de la química; el botánico Adrien Jussieu; Benjamin Franklin, inventor del pararrayos; Jean Sylvain Bailly, astrónomo y futuro alcalde parisino y Joseph-Ignace Guillotin, inventor de aquella máquina de matar que acabaría con la vida de los reyes y con las de otros muchos, entre los que se contaron los propios Bailly y Lavoisier.

Para no extender más las explicaciones, la comisión llegó a una conclusión fundamental: el fluido que proclamaba Mesmer no existía, ya que no podía detectarse una presencia física del mismo. Al no poder ser percibido por los sentidos, el magnetismo animal era pura superchería, y no debía ser tenido en cuenta.

La doctrina mesmérica había perdido para la causa a su principal valedor, que sin embargo siguió ejerciendo su medicina sugestiva en parajes apartados, mientras vivía como siempre había pregonado, siendo generoso, amable y sin ambición. Precisamente durante el proceso de 1784, un aprendiz suyo, sin ninguna formación académica, da de forma casual con los mecanismos que disparan la hipnosis. Su nombre era Maxime de Puységur, y su nombre es el que figura como el precursor de todas las psicoterapias posteriores. Terapias que se basan, guste o no, en el trabajo y la convicción de un genio que no acertó a dar el paso final hacia la revolución que derivaría en el psicoanálisis de Freud y su posterior desarrollo por parte de Carl Gustav Jung, además de todos los avances en el campo de la psicología que llegan hasta la actualidad.

Franz Anton Mesmer asumió el papel de pseudocientífico, a pesar de influir notablemente en la literatura y la cultura de buena parte de Europa y Estados Unidos. El espiritismo, la filosofía de Hegel, el romanticismo de E.T.A. Hoffman, los libros de Edgar Allan Poe, Mary Shelley o Arthur Conan Doyle. Muchos tuvieron en cuenta el mesmerismo cuando Mesmer ya no formaba parte del movimiento. Pero esa es otra historia aun por contar.

Acerca de Félix Ruiz

Trabajador Social de formación y apasionado de las temáticas relacionadas con el misterio desde siempre. Redactor de noticias, escritor novel, lector compulsivo y buscador incansable de preguntas que compartir con todo aquel que sea curioso y quiera saber más.

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