Viaje al territorio más desconocido sobre la faz del mundo

Resulta paradójico emprender la búsqueda de todo lo que no sabemos, de todas aquellas cuestiones exógenas a nuestra naturaleza, quizá de asuntos lejanos a nuestra visión como seres individuales, o en su defecto, de cuestiones que van mucho más allá de nuestro corto alcance. En ocasiones nos en empeñamos en tratar de observar con ambición lo puramente inobservable, en intentar ir más lejos a lo que realmente nos puede llevar el siguiente paso.

Esto desde luego no es malo, pero quizá, y esto es simplemente una conjetura personal, esa batalla por ir más allá de lo posible nos resta atención y tiempo que podría servirnos para aproximarnos a todas esas cuestiones cercanas, y también desconocidas, que están a nuestro alrededor bajo un sutil disfraz falseado. Y por ello quizá sea bueno eso de sondear con frecuencia nuestro “yo” más profundo, dedicar, siempre que se pueda, una porción de nuestra curiosidad para descubrirnos a nosotros mismos.

Puede merecer la pena, podría ser uno de los descubrimientos más provechosos para cualquier individuo que, como todos nosotros, vive entre la gran masa de la multitud. El premio del “nosotros mismos es lo suficientemente goloso, porque todo es volátil en la vida que conocemos, porque algún día no estaremos y el tiempo olvidará quienes fuimos. Es comprensible que queramos saberlo todo de aquellas posibles civilizaciones anteriores a la nuestra, es razonable que nos preguntemos cómo será la humanidad del futuro, es lógico que miremos más allá de nuestro corto alcance. Pero sin duda es necesario detener el tiempo para leer las líneas que nos dibujan sibilinamente.

Todos queremos viajar, el ser humano es nómada por naturaleza, y por ende queremos conocer el mundo antes de nuestra marcha en ese “último viaje”. Pero puede que nos venga bien visitarnos, conocernos, ser leales a nuestra naturaleza profunda. Viajar, porque se puede, hacía ese lugar profundo que solo cada uno de nosotros alberga, y que solo cada uno de nosotros tiene la potestad de descubrir.

Decía hace algún tiempo en las redes que somos algo así como plumas a merced del viento, simple polvo pasajero que aparece y se desvanece sin aviso. Quizá propulsados por la enigmática, y en ocasiones extraña, fuerza de la vida. Un extraño material maleable por el tiempo, un rostro cambiante que oculta siempre sus nuevos secretos. Y un destino, porque no, a descubrir parcialmente por otros. Y eso, entre otras cosas, hace del ser humano algo maravilloso.

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