Resurrection men: la compra y venta de cadáveres en pos de la Ciencia

La ley de la oferta y la demanda tiene a veces unos ejemplos muy curiosos. Incluso macabros. Entre los siglos XVII y XIX se dio uno de los más sorprendentes. Se trataba del movimiento conocido como “resurreccionismo”, que involucraba la compra-venta de cadáveres al mejor postor, destinados sobre todo al estudio anatómico.

Donar el propio cuerpo a la ciencia es una opción perfectamente contemplada y legislada tanto a nivel nacional como internacional en muchas partes del mundo. Cualquier individuo puede donar su sangre o sus órganos en vida, y también prestar el resto de su cuerpo para fines académicos. Para ello, hay una vía que debe quedar perfectamente clara: la voluntad del donante. Es cierto que siguen existiendo mafias que trafican con órganos y otras manifestaciones grotescas parecidas, pero son vistas como prácticas ajenas a la ley, propia de personas de los bajos fondos o con creencias radicales.

¿Esto fue siempre así? Pues se ha de decir que no. Y la primera clave es bastante obvia, si nos ponemos en el papel de cualquier persona del medievo, sobre todo europeo: nadie quería ofrecer su cuerpo para ser estudiado, por razones de índole religioso. El cuerpo, como receptor del alma, era el mismo receptáculo al que ésta debía volver cuando llegara el ansiado momento de la resurrección de los muertos anunciada en el Nuevo Testamento. La mentalidad cristiana y el apego a sus dogmas y ritos hacían casi inviable que ocurriera algo así, aunque bien es cierto que en la antigüedad hubo multitud de personas que ofrecieron sus cuerpos como sacrificio a sus respectivos dioses (mártires, inmolados y un largo etcétera). Resulta curioso que, en el contexto europeo, fuera precisamente un santo cristiano el primero en querer donar su cuerpo voluntariamente en pos del avance científico, o eso es lo que dice la leyenda en torno a San Francisco de Sales (1567-1622), obispo de Ginebra.

Como tantas otras bondades que tienen que ver con las artes médicas, los primeros intentos al respecto proceden de la tradición helena, pero sería en el Renacimiento italiano cuando se comenzó a sacar los pies del tiesto en cuanto a las restricciones impuestas por el catolicismo. Sin embargo, no es allí donde se pondrá el foco, sino que la acción se centrará en las islas británicas, cuna de este movimiento de saqueo de cadáveres destinados a su estudio y a otros menesteres similares.

Principios del siglo XVI. Hasta aquel momento, sólo se permitía la disección de animales, que por mucho que se quisiera, no servía para dar a conocer los misterios de la anatomía humana. Tuvo que llegar el rey escocés Jacobo IV para que se permitiera usar algún que otro cuerpo humano, en este caso de criminales ajusticiados. En el año 1506, permitió a la Compañía de Barberos-Cirujanos diseccionar a cuatro ajusticiados. Sería únicamente una primera piedra de toque en una práctica que fue introduciéndose paulatinamente en la sociedad. No hubo de pasar demasiado tiempo para que el Parlamento Británico aprobara la disección de condenados de forma oficial. Fue en 1542 y el número permitido fue igualmente el de cuatro. Veintidós años después, en 1564, la reina Isabel I estipuló oficialmente esa cifra. Como era de esperar, poco después este número se quedó muy corto, tanto que se creó una necesidad donde antes no la había.

Resurrection men

Los ajusticiados no cubrían las necesidades cada vez mayores de las escuelas de medicina y los hospitales londinenses. A finales de aquel siglo XVI, los permisos de disección se extendieron y se permitió el uso de personas sin hogar, suicidas o niños abandonados. A pesar de ello, y como se puede deducir, la cuota tampoco se vio satisfecha entonces. Es en este contexto donde surgen aquellos grupos dedicados a saquear cadáveres para venderlos al mejor postor.

En este punto del relato hay que aclarar una cuestión. Se habla del “resurreccionismo” como fenómeno que engloba todos estos movimientos de saqueo y venta de restos mortales, pero hay dos agentes diferentes que formaban parte del juego y que no eran vistos de la misma manera por la sociedad. Los ladrones de cuerpos (entre ellos algunos asesinos, como se verá algo más adelante) y traficantes eran los conocidos como sak-‘em-up men (saqueadores). Por otra parte, los propios resurreccionistas eran aquellos hombres de ciencia que se hacían con los cadáveres. Ellos, los médicos, forenses, maestros y demás personas afines a estas actividades eran los resurrection men, los resurreccionistas como tal. La imagen social que se tenía de ambos grupos era bastante dispar. Los considerados como peligrosos eran los primeros, mientras los segundos eran en cierta forma comprendidos y se justificaban sus acciones como algo necesario para el progreso de la sociedad.

Estas pinceladas aún van a ser más desarrolladas a continuación, y para ello se recurrirá a un libro originalmente publicado en el Londres de 1896 a cargo de James Blake Bailey, quien en su momento fue bibliotecario del Real Colegio de Cirujanos. Este libro es Diario de un resurreccionista, y en él se hace eco de las actividades de algunos de estos grupos. En determinado momento, Bailey se hizo con un diario firmado por un tal «N», en el que se detallaban con bastante detalle las andanzas de un ladrón de cadáveres. El propietario original de aquel escrito resultó ser Jack Naples, líder de una banda de resurreccionistas, que hizo aquellos apuntes entre 1811 y 1812. Bailey decidió publicar aquel diario junto a otras notas propias para dar a conocer algo que era por todos conocido en los dominios británicos de aquel tiempo, pero por el contrario desconocido en buena parte del mundo. Por poner un ejemplo, Bailey tenía muy claro el motivo por el que se multiplicó el número de escuelas de anatomía en Londres: al contrario que en otros lugares, no se requería licencia oficial para abrir una. Esto ayudó mucho a que aquel germen del saqueo de cadáveres se convirtiera en algo tan común que los vecinos de la ciudad debían custodiar a sus muertos durante bastante tiempo después de su fallecimiento para que no acabasen en manos de estudiosos.

«La absoluta necesidad de disponer de un buen suministro para el uso de los estudiantes, y evitar que se marcharan a escuelas rivales, hizo que los profesores ofrecieran grandes precios y, por tanto, que a algunos hombres les valiera para dedicarse en exclusiva a obtener cuerpos para este fin», escribió en su momento Bailey.

Es uno de los ejemplos más sorprendentes en torno a este movimiento. La creciente demanda de estas escuelas llevó a que se organizasen verdaderas caravanas de cadáveres que, en el secreto de la noche y con el resguardo de la oscuridad, robaban cuerpos para trasladarlos a los diferentes compradores. Hay que tener en cuenta que este negocio era muy lucrativo, debido a varias razones. La primera era el precio estipulado por cada individuo conseguido. Un trabajador de la city de entonces ganaba unos cinco chelines en una semana. Cada cuerpo fresco reportaba unos beneficios medios de ocho guineas, valiendo cada una el equivalente a una libra con un chelín. Si unimos esto a las penas de cárcel más bien suaves a las que se enfrentaban quienes eran capturados mientras ejercían de saqueadores, se comenzará a comprender por qué tanta gente decidió dar el paso a la delincuencia.

Estos precios se ajustaban a los primeros años del movimiento, pero aquello fue a más (posteriormente se pagaban entre cuatro y diez libras por cadáver), llegándose incluso a establecer contratos formales entre compradores y proveedores, algunos de ellos firmados por las partes. Se estipulaban precios o cuotas mensuales, además de una serie de condiciones bastante sorprendentes, como el compromiso por parte del comprador de pagar la manutención de la familia del saqueador en cuestión si éste era capturado. Algo que por otra parte no se daba con mucha asiduidad, ya que las autoridades hacían la vista gorda en algunas ocasiones aunque supieran que aquello era cuestionable. Al fin y al cabo, todo aquello se hacía para enseñar a futuras personas de ciencia o para avanzar en el conocimiento.

Como era de suponer, tanto la presión social como las exigencias cada vez mayores de estos grupos de saqueadores llevaron a situaciones bastante incómodas a algunos de estos resurrection men. La necesidad de contar con carne fresca y las dificultades cada vez mayores a las que se enfrentaban los ladrones de tumbas sirvieron para que estos últimos aprovecharan la coyuntura y jugaran con la sus clientes. Se sobornaba a los profesores y anatomistas e incluso les forzaron a pagar su estancia en la cárcel o esa manutención de sus familias a la que se hacía referencia antes. Además, tenían que indemnizarles a la salida.

«Al inicio del curso, lo aguardaban [al profesor] los resurreccionistas, que se ofrecían a suministrarle cuerpos de manera regular a un precio fijo con la condición de que se pagara una gratificación en el momento. Los profesores se veían impotentes en esa cuestión y tenían que acceder a las condiciones impuestas o perder a sus estudiantes por un suministro insuficiente de sujetos», escribe James Blake Bailey en su libro.

Hay que poner el foco en la otra parte involucrada en este saqueo sistemático, en este caso los familiares de las víctimas, que debieron tirar de ingenio y de medidas drásticas para dificultar en la medida de lo posible las prácticas de los resurreccionistas. Bailey decía que las orillas del Támesis eran un hervidero de persona que iban y venían con cuerpos, al amparo de la oscuridad y con una impunidad más o menos aceptable. El hecho de que robaran los restos de un familiar no debía ser plato de buen gusto, por lo que muchos vecinos de Londres decidieron unir fuerzas y organizar patrullas, o incluso crear artilugios que disuadieran a los resurreccionistas.

En los cementerios se marcaban las tumbas de los difuntos con objetos para averiguar al día siguiente si alguien había tocado la sepultura. Esta medida concreta fue rápidamente sorteada por los ingeniosos ladrones, que excavaban túneles a unos cuantos metros del ataúd que les interesaba para extraer el cuerpo desde el subsuelo sin tener que tocar la parte visible y externa de esa tumba.

Se hizo igualmente común entre las familias pudientes y acomodadas el inhumar a los suyos en una suerte de cajas funerarias al estilo de las egipcias o de las muñecas rusas, con varios ataúdes dentro unos de otros. También había jaulas de hierro que trataban de sortear el riesgo de saqueo. Por ejemplo, el conocido como “The Patent Coffin” era una celda de hierro con muelles que ganaron mucha fama. Junto a este ataúd metálico, también destacaron los mortsafes, jaulas de hierro que, amarradas a la tierra, impedían el acceso al ataúd.

La presión social llevó a que se instalaran torres de vigilancia en algunos de los cementerios, desde las que un centinela velaba por el cadáver recién enterrado, pero no todos podían permitirse este servicio, por lo que lo más común era toparse con patrullas organizadas de vigilantes, que daban buena cuenta de cualquier tipo sospechoso con el que se topara. Es de imaginar que las trifulcas no fueron pocas, al igual que no debieron serlo los asesinatos entre familiares y resurreccionistas o entre los propios grupos de ladrones que rivalizaban por el mismo cadáver. La vida social de estos tipos debía de desarrollarse cerca de lugares en los que se reuniera un gran número de personas, como cantinas o bares, y así conocer u oír quiénes habían muerto recientemente.

Todo esto de lo que se viene hablando se dilató bastante en el tiempo, tanto que no fue hasta el siglo XIX cuando comenzó a desaparecer el movimiento, al menos en suelo inglés. En 1829 se promulgó un proyecto de ley contra la exhumación ilegal y de regulación de las escuelas de anatomía, que se convirtió en ley oficialmente en 1832 con el nombre de Acta de Anatomía. Aquello dio al traste casi por completo con las actividades de estos grupos y sus compradores, aunque obviamente continuaron dándose casos de cuando en cuando.

Hasta ahora solo se ha hablado del caso inglés, sin prestar demasiada atención a casos concretos, más allá del de aquel diario de Jack Naples que James Blake Bailey rescató y publicó. Ahora iremos hasta Edimburgo, donde se produjo uno de los casos más sonados que involucran a estos resurreccionistas. Porque se ha dicho que la demanda de cadáveres frescos era cada vez mayor, pero no se ha indicado que se pagaba mucho por restos mortales con pocos o ningún signo de violencia, que estuvieran en un estado óptimo (dentro de las lógicas características de un fallecido). Algunos individuos fueron más allá y llegaron a asesinar para procurarse ese cupo de cuerpos que vender a los hombres de ciencia. Entre ellos, “los William” fueron de los más mediáticos.

Burke y Hare, resurreccionistas asesinos.

El caso inglés en torno al resurreccionismo fue llegando a su fin en el siglo XIX, gracias a las nuevas leyes que daban al traste con el conocido como Bloody Code (Código Sangriento), que regulaba los castigos desde 1688. Paradójicamente, el saqueo de muertos no estaba penado con la muerte, pero los ladrones se nutrían, entre otros, de los condenados a muerte. Cosas que pasan. En el caso de Edimburgo, este alejamiento del código llegó a que la oferta de cuerpos bajara a niveles mínimos. La Universidad de Edimburgo fue una de las grandes perjudicadas, ya que sólo ofrecía dos o tres cuerpos al año en sus clases de anatomía, número a todas luces insuficiente para los alumnos.

Mientras en suelo inglés la compra y venta de muertos se abandonaba paulatinamente, las “donaciones” en las aulas de esta otra ciudad se incrementaron de la misma forma, mientras los profesores parecían hacer la vista gorda y pagaban compensaciones a los donantes. La manifestación más célebre y grotesca de este nuevo auge estaba emplazada en las conocidas como las escaleras del infierno (Jacob`s ladder), que conducen a la estación de ferrocarril y que en aquella época era el lugar en el que la ciencia comerciaba con los “resucitadores”, actualmente ubicadas entre las calles Calton Road y Regent Road.

Todo este movimiento en un nuevo lugar tuvo repercusiones sociales parecidas a las ya descritas anteriormente. Robos, patrullas, presión social y autoridades no demasiado cooperativas. Pero el punto temporal que interesa aquí es el que se ubica entre noviembre de 1827 a octubre de 1828. En ese lapso se cometieron los crímenes de los William, dos desconocidos en un principio que comenzaron a colaborar en determinado momento para lucrarse gracias a los asesinatos y la venta de sus víctimas.

Su caso es especial ya que no sólo ofrecían respuesta a una demanda, sino que la creaban, con un total de dieciséis asesinatos. Muchos de esos pobres desgraciados acabaron en manos del doctor Robert Knox, que daba la friolera de quince libras por cuerpo y que procuraba no hacer preguntas a los oriundos del Ulster irlandés.

Como tantos otros compatriotas, William Burke y William Hare llegaron a Edimburgo para trabajar en un canal que uniría Edimburgo con Glasgow, el Canal de la Unión. Hare pudo encontrar cama en una pensión en West Port, dirigida por un tal señor Logue. Corría el año 1818 y este William, al igual que la otra parte de este binomio de asesinos, era peón en aquellas obras. Tras la muerte del dueño de la pensión en 1826, Hare se casó con su viuda, Margaret Laird. Por su parte, Burke y su pareja Helen McDougal se mudaron a Tanner’s Close, muy cerca de la pensión, por lo que no tardaron en conocerse y congeniar.

Llegamos a noviembre de 1827. Concretamente al día 28. de Un antiguo soldado retirado de nombre Donald Desmond muere en la pensión dejando una deuda de cuatro libras. Sin conocer todos los detalles, ambos William decidieron probar suerte con aquel negocio de venta de cuerpos del que tanto se ha hablado en este texto. La intención era llevar el cuerpo de Desmond al doctor Munro para ganar algún dinero y tapar esa deuda que había dejado el soldado. Sin embargo, un estudiante les dirigió hasta Surgeon’s Square (hoy en día entre Drummond Street e Infirmiry Street). Ahí les esperaría el doctor Robert Knox. Vendieron el cadáver por siete libras con diez céntimos (hoy en día unas 731 libras). Un negocio redondo, debieron pensar. Dar cuerpos a la ciencia era muy lucrativo, y ellos llevaron ese razonamiento a su máxima expresión.

Probaron una temporada desenterrando cadáveres, al uso de los ladrones ya conocidos, pero la competencia era feroz y los riesgos de ser apaleados por vecinos y familiares muy elevados. Decidieron entonces dar el paso: de saqueadores a asesinos. Si no podían conseguir cadáveres frescos del cementerio, los conseguirían de otra forma.

Su primera víctima fue Abigail Simpson, vendedora de sal. Luego llegó el turno de un molinero de nombre Joseph, al que emborracharon y asfixiaron en la posada de Hare. Precisamente este método, la asfixia, fue perfeccionado de tal forma que ha pasado a la historia con el nombre de “Burking”, en honor a William Burke. Al pobre Joseph le vaciaron el aire de los pulmones cogiendo las piernas y poniendo las rodillas de Joseph en el pecho. Luego el otro William le taponaba los orificios de la nariz y la boca. El resultado era muerte por asfixia, con un cuerpo que no presentaba ninguna lesión. Perfecto para su entrega.

En la primavera de 1828 mataron a dos personas, una en la pensión de Hare y la otra Burke por su propia cuenta. La siguiente sería Mary Paterson, que había sido invitada a la casa del hermano de Burke con otra chica, de nombre Janet Brown. Esta última se fue al ver una pelea entre Burke y McDougal. Al volver, Paterson ya no estaba, le dijeron que se había ido.

Las víctimas de la dupla eran gente sin ninguna relación familiar en Edimburgo. Les pagaban alrededor de nueve o doce libras según el cuerpo. Dinero fácil. Sus asesinatos se fueron sucediendo hasta que metieron la pata al acabar con la persona equivocada, en este caso Daft Jamie (cuyo apodo era el bobo de Jamie), un chico discapacitado mental de 18 años muy conocido en Edimburgo.

Precisamente esa conexión con la ciudad hizo que la madre del chico denunciara su desaparición, llegando las pesquisas hasta la Facultad de la Universidad, donde muchos de los estudiantes le reconocieron. Jamie no sería su última víctima de los William, pero el cerco policial se estrechó en torno a ellos. William Burke había cogido la ropa de Jamie y se la había dado a sus sobrinos. Gran error.

Su última víctima sería Mary Docherty, que fue invitada a la pensión por parte de Burke, con la excusa que su madre también se apellidaba Docherty. Al oír unos sospechosos gritos, dos de los inquilinos del hostal, el matrimonio formado por James y Ann Gray, preguntaron por la señora Docherty, recibiendo diferentes respuestas poco esclarecedoras por parte de los anfitriones. Sospecharon. Ann Gray probó de entrar en la habitación de la señora pero Burke se lo impidió. Al quedarse solos en la posada, los Gray consiguieron entrar en la habitación encontrando el cadáver de la señora Docherty debajo de la cama. A pesar que McDougal intentó pagar su silencio con diez libras, los Gray denunciaron esta muerte a la policía.

Antes de que llegase la policía, entregaron el cuerpo a la Facultad de Medicina. Los agentes sospecharon de ellos y los interrogaron. Burke dijo que Docherty se había marchado alrededor de las siete de la mañana y McDougal dijo que lo había hecho la noche antes. Los dos fueron arrestados, el cuerpo de Docherty identificado en la Universidad y Hare y Laird capturados también unas horas más tarde.

Los médicos forenses no pudieron demostrar que Burke y Hare habían matado a Docherty, así que Sir William Rae, Lord Advocate que llevaba la investigación, le ofreció inmunidad real a Hare si confesaba que Burke había sido el autor, no sólo de la muerte de Docherty sino también de James Wilson y Mary Patherson, desapariciones que habían sido denunciadas a raíz del escándalo.

Burke al final fue acusado del asesinato de dieciséis personas, nueve de ellas muertas en la posada de Hare, otras dos en el establo del propio hostal y cuatro en casa de Burke, además de otra en casa del hermano de Burke, Constantine, en Canongate.

El juicio empezó el día 24 de diciembre de 1828 y fue muy corto, ya que a la mañana siguiente se anunció el veredicto. Burke sería colgado, pero antes pidió las cinco libras prometidas por el doctor Knox por haberle llevado el cuerpo de la señora Docherty ya que quería pagarse un buen vestido para el día de su muerte. Poco más de un mes después, a las 8:15 del 28 de enero de 1829, William Burke fue colgado en horca de Lawnmarket delante de entre veinte y veinticinco mil personas, según las crónicas.

Helen McDougal y Margaret Laird fueron liberadas de la cárcel sin cargos. Salieron más o menos indemnes, pero la presión social obligó a la primera a marcharse Australia, mientras la segunda hizo lo mismo y se fue al Ulster irlandés. En cuanto a William Hare, fue liberado al cabo de unos días tras la muerte de Burke pero perseguido por la población de Edimburgo.

Huyó a Dumfries, pero su rostro ya era conocido en buena parte de Escocia. En Dumfries fue reconocido y rodeado en el hostal donde se hospedaba por alrededor de 8.000 personas. Consiguió escapar pero la policía lo cazó y lo llevó a la cárcel para su protección. La mañana siguiente sería llevado camino de Inglaterra. La última vez que fue visto fue a media milla de Carslie. Diferentes rumores dicen que Hare quedó ciego y tuvo que mendigar por las calles de Londres, ciudad dónde, por cierto, también terminaría el Doctor Robert Knox como anatomista en Brompton Hospital…

Todo este movimiento dejó una huella duradera en el imaginario colectivo, lo que llevó a artistas y literatos a hacerse eco de estas prácticas resurreccionistas para sus creaciones. Poe, Dickens, Shelley, Lovecraft o Stevenson son sólo algunos ejemplo de autores que hicieron uso de esta realidad, que no sólo aconteció en suelo británico, sino que se extendió a otros dominios del Imperio y dio el salto a otros continentes. Francia, Australia, India o Norteamérica. Pero esa historia quizá sea contada otro día…

Fuentes:

  • Blake Bailey, James. Diario de un resurreccionista, La Felguera Editores, 2016.
  • Fitzharris, Lindsey. De matasanos a cirujanos: Joseph Lister y la revolución que transformó el truculento mundo de la medicina victoriana, Debate, 2019.
  • https://www.nationaljusticemuseum.org.uk/what-was-the-bloody-code/
  • https://owlcation.com/humanities/resurrectionists-body-snatching-in-19th-century-britain
  • https://www.lonelyplanet.com/scotland/edinburgh/background/history/f343043d-52e8-4ebf-8b3c-21afce867906/a/nar/f343043d-52e8-4ebf-8b3c-21afce867906/360630
  • https://www.bbc.co.uk/programmes/p02t7plx
  • https://www.britannica.com/biography/William-Burke-and-William-Hare
  • https://publicdomainreview.org/collection/the-history-of-burke-and-hare-and-of-the-resurrectionist-times-1884

Acerca de Félix Ruiz

Trabajador Social de formación y apasionado de las temáticas relacionadas con el misterio desde siempre. Redactor de noticias, escritor novel, lector compulsivo y buscador incansable de preguntas que compartir con todo aquel que sea curioso y quiera saber más.

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