Se calcula que sólo en la Vía Láctea hay más de 100.000 millones de estrellas, y muchas de ellas tienen varios planetas a su alrededor. Sabemos que los planetas con condiciones para albergar vida como la nuestra son muy raros, pero el Universo es tan imposiblemente vasto que parece inconcebible que la vida no se haya abierto camino en otra parte. La realidad, sin embargo, es testaruda, y nos recuerda que aún no hemos hallado ninguna prueba de vida inteligente.
La última hipótesis al respecto llega de la Universidad de Bath. El paleontólogo y biólogo evolutivo Nick Longrich escribe un interesantísimo artículo en The Conversation que responde a la Paradoja de Fermi desde la perspectiva de la evolución.
A menudo se señala a la evolución convergente como una justificación de que debe existir vida en otros planetas. Por evolución convergente se entiende el fenómeno por el que diferentes especies llegan a la misma solución evolutiva. Pensemos en cosas como las alas, las aletas o las mandíbulas. Si hay tantas especies de animales de todo tipo que han llegado a estas soluciones evolutivas es lógico pensar que en otro planeta la vida pueda llegar a las mismas conclusiones.
Longrich lo enfoca de otra manera. Explica que todos estos fenómenos de evolución convergente han tenido lugar en un único linaje evolutivo, el de los eumetazoos (Eumetazoa). Todos los animales, plantas y microorganismos que se te ocurran (incluyéndonos nosotros) pertenecen a esta vasta familia con una cosa en común: estamos formados por tejidos creados a partir de la especialización celular. Todos los eumetazoos provienen de un único ancestro filogenético. En otras palabras, la vida como tal procede de un suceso único.
¿Qué posibilidades hay de que ese suceso único vuelva a pasar? Incluso aunque sabemos que la mayor parte de planetas son inhabitables, sigue habiendo demasiados como para que esa lotería no vuelva a tocar. La cosa se complica cuando comenzamos a hablar de vida inteligente, el meollo de la Paradoja de Fermi.
La aparición de la vida no es el único suceso improbable que tiene que ocurrir para que haya vida inteligente. La evolución de la vida en la Tierra está plagada de saltos evolutivos que tuvieron lugar solo una vez. La fotosíntesis, por ejemplo, solo sucedió una vez. La aparición de células complejas, la aparición de animales con esqueleto interno, la aparición del dimorfismo sexual y, por supuesto, la aparición de la inteligencia. Todos esas adaptaciones evolutivas son extremadamente raras hasta el punto de que son únicas. Lo que nuestra especie es hoy no es el resultado de que nos tocara la lotería una vez, sino muchas.
Para empeorar las cosas, el proceso dista mucho de ser rápido. La fotosíntesis tardó 1.500 millones de años en aparecer sobre la Tierra. Las células complejas necesitaron 2.700 millones de años, los animales complejos 4.000 millones de años… Las adaptaciones evolutivas críticas necesitan de un prolongado período de quietud del que puede que no disfruten todos los planetas. Al final, la aparición de vida inteligente es el resultado de una cadena de casualidades tan improbables que puede que no se haya repetido por mucho que nos guste creer lo contrario. Longrich termina su artículo comparando la evolución con el teorema del mono infinito. Se supone que un mono pulsando teclas al azar durante un tiempo infinito sería capaz de escribir el Quijote tarde o temprano. Puede ser, pero hay máquinas simulando este experimento desde hace años y ninguna ha conseguido ni acercarse a esa casualidad cósmica.