La señora Tope había preparado un excelente y copioso almuerzo para su huésped. Este, antes de sentarse a la mesa, abrió su alacena del rincón, tomó el trozo de tiza del estante y añadió a su lista un grueso trazo que iba desde el extremo superior de la puerta, hasta abajo: después, comenzó a comer con buen apetito.
Soy consciente de que el comienzo de este artículo se desmarca un poco del estilo al que tengo acostumbrado usar, pero creo que esta historia lo merece con creces. Pocas veces me he topado con figuras tan complejas como la del novelista inglés Charles John Huffman Dickens, para mi gusto el máximo exponente de la literatura victoriana. Sus novelas, publicadas por partes – cosa habitual en su tiempo, ya que pocos podían comprar libros – hacían las delicias de muchos lectores, consiguiendo una fama que ha trascendido el tiempo y ha llegado hasta nuestros días. ¿Quién no ha oído hablar alguna vez de David Copperfield u Oliver Twist? Son clásicos universales adaptados a la televisión y el cine en multitud de ocasiones, permitiendo a las nuevas generaciones disfrutar de un genio de las letras como pocos han vivido. Pero la vida de Dickens dio para mucho más que para ser un maestro del arte de la escritura.
Retrato de Charles Dickens
Cristiano convencido, pero a la vez crítico con las altas instituciones religiosas, fue un autodidacta en toda regla. No recibió ningún tipo de formación hasta los nueve años, y pocos años después se vio obligado a abandonarla para trabajar cuando su padre – con tendencia obsesiva por endeudarse – fue encarcelado. Charles supo salir adelante, trabajando en una fábrica de botas, siendo luego un actor frustrado y periodista político. Todo para alcanzar la fama como escritor, que alcanzó en vida. Pero todo tiene un final, y el de este hombre fue bastante polémico, pues dejó tras de sí un legado inacabado.
El pequeño párrafo del comienzo de este escrito se enmarca dentro de un capítulo titulado “Amanece de nuevo” y se trata concretamente del número 23 de una obra que ha pasado a engrosar la enorme lista de títulos sin acabar a lo largo de la historia. La novela a la que pertenece no es otra que El misterio de Edwin Drood, el último gran regalo que pretendió dejarnos el genial Charles Dickens, pero que no pudo completarse debido al repentino fallecimiento del autor el 9 de junio de 1870, a la edad de 58 años. Ese año había sido muy intenso para el inglés, ya que había salido de gira para leer sus novelas en ciudades americanas. Su última aparición pública, ocurrida el 15 de marzo de 1870, es recordada por las últimas palabras que dedicó Dickens a sus lectores tras deleitarles con su Canción de Navidad:
Desde estas luces deslumbrantes, me desvanezco para siempre con un cordial, agradecido, respetuoso, cariñoso adiós.
Un suceso a todas luces premonitorio, ya que en la noche del 8 de junio sufrió un derrame cerebral que le costó la vida. Se había pasado el día escribiendo el citado capítulo 23 de El misterio de Edwin Drood, y el agotamiento pudo ser una de las causas de su final. Lo que aquí nos importa es que, según diversos críticos, la novela policíaca inacabada iba encaminada a ser una obra maestra, el pico más alto de la creatividad de Dickens. Miles de lectores se quedaron sin respuestas, ya que nadie sabía quién era el asesino de Edwin Drood. Todos los capítulos anteriores ya habían sido publicados antes de la muerte del autor, por lo que debieron pensar que era una verdadera pena que quedara inconclusa. Jesús Callejo cuenta en Enigmas literarios lo que Borges dijo de esta novela en su Biblioteca Total:
Todo estará en sus ciegos volúmenes. Todo: la historia minuciosa del porvenir, los egipcios de Esquilo, el número preciso de veces que las aguas del Ganges han reflejado el vuelo de un halcón, el secreto y verdadero nombre de Roma, la enciclopedia que hubiera edificado Novalis, mis sueños y entresueños en el alba del 14 de agosto de 1934, la demostración del teorema de Pierre Fermat, los no escritos capítulos de Edwin Drood, esos mismos capítulos traducidos al idioma que hablaron los garamantas…
Dickens, del que se creía que pertenecía a una sociedad secreta – siendo considerado por la Gran Logia de España como un masón insigne, como Dumas o Blasco Ibáñez –, dejó tras de sí un verdadero enigma que algunos autores se lanzaron a resolver. Hubo varios finales alternativos a la obra, cada una de las cuales optaba por un sospechoso en concreto, al que etiquetaban como el verdadero asesino. Pero nadie tenía la respuesta, a pesar de que se rumoreaba que algún familiar podía saber algo al respecto. Dickens se llevó a la tumba el secreto. Y lo más sorprendente de todo este asunto es que hay quien asegura que el mismísimo autor inglés – que se había sentido atraído por todo lo referente a lo paranormal durante sus casi seis décadas de vida – fue quien ofreció el esperado final de El misterio de Edwin Drood desde el más allá.
El genial autor dejó un último misterio sin resolver tras su muerte. ¿Lo desveló desde el otro lado?
Entra aquí en escena Thomas P. James, un mecánico aficionado al espiritismo residente en Vermont, que tres años después del fallecimiento de Dickens acabó la novela de este mediante la “escritura automática”. Para los no iniciados en este fenómeno, les resumiré en qué consiste. El médium se sienta frente a una o varias hojas de papel y, dejándose influir por fuerzas invisibles, se lanza a esbozar toda la información que estos entes tiene a bien proporcionarle. James aseguraba que el espíritu de Charles Dickens le había confesado cuál era el final de El misterio de Edwin Drood en 1872. La crónica del suceso, aparecida en el Springfield Daily Union el 26 de julio de 1873, nos muestra el relato de James.
A pesar de que el mecánico trataba de definirse como un escéptico en el asunto espiritista, quedó patente que este punto era falso, ya que acudía a unas experiencias de este tipo cuando recibió la supuesta primera comunicación del espíritu de Dickens, que parecía querer repetir lo que narraba en Cuento de Navidad. Según asegura James, el autor le dijo a través de la escritura automática que estaba buscando a alguien que fuera capaz de acabar su novela, y que él era el elegido. Desde ese momento, ambos personajes formaron un atípico dúo, que lograron lo que un derrame cerebral impidió en 1870.
La última sorpresa llega a nosotros de la mano del análisis informático de los estilos literarios de Dickens y James. La Universidad John F. Kennedy de Orienda (California), mediante una investigación de Jo Coffey y el parapsicólogo Jerry Solfvin, avala que los escritos de ambos son asombrosamente parecidos, tanto como para que las comparaciones siempre sean positivas. Es decir, que un programa informático da testimonio de que los estilos de ambos parecen ser de una única persona. ¿El espíritu de Dickens quiso descubrir al asesino de Edwin Drood?
Fuente:
– Callejo Cabo, Jesús. Enigmas literarios, Ediciones Corona Borealis, 2004.