Damnatio memoriae: La condena al olvido

El ser humano muestra en muchas ocasiones unos niveles de crueldad que superan lo concebible. No nos conformamos con matarnos unos a otros en guerras por el territorio, por las convicciones religiosas o por la obtención de recursos, sino que en la inmensa mayoría de las ocasiones reescribimos la historia según nos convenga y nos haga mostrar como los “buenos” en una suerte de partida eterna entre el bien y el mal o la verdad y la mentira. Es curioso, pues en ese afán de reescribir lo acontecido, tendemos a ensalzar la figura de unos y denigrar la de otros, coincidiendo siempre con que resultan ser vencedores y vencidos respectivamente. Dando un paso más allá, a veces ni siquiera esto bastaba para satisfacer el ego propio del vencedor o el odio que se sentía por el contrario. Había que borrar al contrario de la historia, como si nunca hubiese existido. Todos conocemos algún ejemplo si rebuscamos en nuestras memorias. Lo que quizá no sabemos es el término concreto que se usa para designar esta práctica: Se trata de la damnatio memoriae.

La familia de Septimio Severo, con la cara de su hijo Geta borrada por orden de su hermano Caracalla

El término fue acuñado por el jurista alemán Christophori Schreiteri en su obra “Damnatio memoriae”, publicada en 1689. El autor buscó en las fuentes sobre antiguos procesos a personajes ilustres de Roma para buscar antecedentes de esta práctica. Sin embargo, el término en sí no está recogido en ningún corpus legislativo romano. Aunque sí que había algo parecido. Me explico. Había ocasiones en las que el Senado romano decidía hacer una especie de juicio póstumo a algunos personajes ilustres – bajo un decreto conocido como senatusconsultum – con el objetivo de establecer si fue alguien digno de admirar o por el contrario un enemigo público de Roma. Los casos favorables acababan en apotheosis, la divinización del difunto. Esto ocurrió con César o con Augusto, que fueron reconocidos como verdaderos dioses. Por el contrario, si la sentencia era negativa, se condenaba la memoria del personaje en concreto a ser un enemigo del Estado, lo que se solía traducir en borrar las huellas que dejó en este mundo. Se arrancaban epígrafes con la labor legislativa o los éxitos militares del condenado, se borraban sus inscripciones y se destruían sus estatuas. Las pinturas en que se pudiera ver su rostro eran rasgadas, y las monedas eran retiradas de circulación. Incluso se apartaba todo lo concerniente a él en los documentos oficiales. Para mayor desgracia del caído, su familia también sufría las consecuencias. Solían confiscarse sus bienes heredados, se les consideraba inmorales e incluso se les desterraba. Incluso debían dar las gracias por ello, porque la muerte de los sucesores o aliados del difunto considerado enemigo se contemplaba como posible acción dentro del borrado sistemático de su memoria histórica.

Sin embargo, a pesar de hacerse un fenómeno famoso en Roma, esta práctica no tuvo su origen en el Imperio, sino mucho antes. Incluso podríamos decir que existe desde la propia existencia de la sociedad humana. Los ejemplos más claros están en Egipto. La famosísima dinastía XVIII, que dio comienzo cuando los hicsos fueron expulsados de Egipto, tiene varios faraones que fueron víctimas de estas prácticas, en su mayoría por motivos religiosos. En el caso de la legendaria Hatshepsut, que subió al trono hacia 1490 a. C. En un principio no era este un papel reservado para ella, pues el heredero al trono era Thutmosis III, pero su juventud permitió una especie de regencia, o en todo caso quizá una corregencia. Pero esto no tuvo que ser así, pues desde su nacimiento tenía una serie de derechos que otros se encargaron de alejar de ella. Mantuvo un conflicto con él y con los poderosísimos sacerdotes de Amón, cuyo Sumo Sacerdote era quien debía legitimar el reinado. Es por ello que la reina se acercó al culto de Heliópolis, más cercano al dios Ra, en detrimento de Amón, cuyo centro principal se encontraba en Tebas. El tiempo y la muerte de sus principales aliados y ministros hicieron decaer el poder de la reina en favor de Thutmosis III, que acabó imponiéndose. Tras quedarse como único garante del poder, trató de eliminar todo rastro de su madrastra Hatshepsut, en una verdadera damnatio memoriae de la antigüedad.

Otro caso muy estudiado es el de la herejía de Amarna, encabezada por Amenhotep IV, más conocido por la historia con el nombre de Akhenatón. Él y los tres siguientes faraones – Smenker, Tutankhamón y Ay – fueron el centro de las iras del último faraón de la XVIII dinastía, el general Horemheb, y de los ramésidas de la dinastía XIX. A pesar de que el origen de la herejía de Atón no estuviera precisamente en el reinado de Akhenatón – pues se puede rastrear el conflicto hasta los tiempos de Hatshepsut -, su explosión se produjo cuando subió al trono como corregente de su padre Amenhotep III. En sus diecisiete años de reinado, el faraón rebelde abolió el culto al resto de dioses y dio la espalda a las viejas costumbres en favor de su propio dios solar, Atón, un antiguo dios que pudo conocer durante su infancia en la ciudad de Zarw, donde había un templo dedicado a él. Luego sus ideas se extendieron entre su familia y sus seguidores, estallando una pugna entre ellos y la facción conservadora de Egipto, que dio lugar a que el faraón construyera una nueva capital en el margen Este del Nilo, en la región de Amarna, y que llevó por nombre Akhetatén, “El horizonte de Atón”. Desde allí procedió a borrar todas las inscripciones de los dioses que no reconocía y levantó templos y estatuas por cada rincón de Egipto en honor a Atón. Los nobles contrarios a esta política, una buena parte del ejército y buena parte del pueblo se volvieron contra su faraón, que no tuvo más remedio que subir como corregente al misterioso Smenker, que no duró más de dos años en el trono, muriendo al parecer ambos en el año diecisiete de Akhenatón.

Tutankhamón fue obligado por su visir Ay y por el general Horemheb a volver al culto anterior y cambiar su nombre de nacimiento – Tutankhatón – por el de Tutankhamón. Lo mismo sucedió con su joven mujer Anjesenamón. Ambos restablecieron lo que Akhenatón destruyó. Pero la repentina muerte del joven faraón tras una década como monarca obligaron a Ay a subir al trono, sobre todo por la falta de hijos varones de la pareja real. Muy anciano ya, Ay no disfrutó apenas de su estatus, por lo que Horemheb, ya en aquel tiempo el hombre más poderoso de Egipto, fue el que acabaría imponiéndose. Él fue el que peinó cada rincón del país en busca de cada rastro de Akhenatón y Amarna para hacerlo caer en el olvido. Su herejía era una maldición que había que suprimir a cualquier precio. Estamos en unos años oscuros de los que poco se sabe a ciencia cierta, más allá de que las momias de Akhenatón o las de su esposa Nefertiti no aparecen por ninguna parte. Los monumentos, templos y documentos donde aparecían sus nombres, además de los de Ay o Tutankhamón, fueron borrados, aunque haciendo especial hincapié en la pareja real. Por suerte, quedaron algunos testimonios, suficientes como para que actualmente podamos hacernos una ligera idea de lo que debió pasar. Además, hemos tenido la suerte de poder conocer las tumbas y momias de Smenker o el joven Tut, lo que ha permitido que la historia los conozca, pues sus nombres fueron borrados incluso de las listas reales. Esto da testimonio de la crudeza de la damnatio memoriae, que también fue practicada por los hititas, los babilonios o los persas.

Volviendo a Roma, hay casos muy famosos. Como por ejemplo el de Marco Antonio, perseguido tras la muerte por César Augusto, quien decretó que sus estatuas fueran derribadas. Así nos lo hizo saber Plutarco:

“De Antonio dicen que vivió cincuenta y seis años, y otros que cincuenta y tres. Sus estatuas fueron derribadas, pero las de Cleopatra se conservaron en su lugar, por haber dado Arquibio, su amigo, mil talentos a César, a fin de que no tuvieran igual suerte que las de Antonio.”

Esta damnatio fue tomada como un verdadero referente por sus sucesores, que hicieron uso de ella en varias ocasiones. Nerón, por ejemplo, fue declarado enemigo del Estado incluso en vida. No sabemos si el juicio post-mórtem del Senado se llevó a cabo, pero sí es cierto que se alteraron varios retratos suyos, poniendo en su lugar a Vespasiano. Caso parecido fue el de Dominiano pocos años después. Suetonio dijo esto al respecto:

“El pueblo acogió su asesinato con indiferencia; los soldados, con gran pesar, intentaron inmediatamente divinizarlo… Por el contrario, los senadores se alegraron de tal modo que, abarrotando a porfía la Curia, no se abstuvieron de ultrajar al muerto con las más mordaces y crueles imprecaciones, incluso ordenaron que se llevaran escaleras y que se quitaran sus escudos y retratos de la vista de todos y se estrellaran allí mismo contra el suelo, y decretaron, por fin, que se arrancaran por todas partes sus inscripciones y se borrara por completo su memoria.”

Busto del joven Nerón en el Palatino

La Historia Augusta y Dion Casio dan cuenta del caso de Cómodo. Fue asesinado en el baño por uno de sus libertos, y al día siguiente se declaraba emperador a Pertinax. En esa misma sesión, se decretó una damnatio memoriae contra el fallecido Cómodo. Se ordenó el derribo de sus estatuas y la eliminación de su nombre de todo registro que lo contuviera. Luego, Septimio Severo restauró su memoria tras ganar la guerra civil que se libró en Roma poco tiempo después.

Estos ejemplos seleccionados son ilustrativos de una realidad que nos debe parecer terrible, más allá de discutir las acciones de cada personaje en concreto. Más allá de intentar que el recuerdo físico de la existencia del condenado fuera borrado – cosa que se intentó, aunque con escaso éxito, pues conocemos sus nombres y vidas en su amplia mayoría -, de lo que se trataba era de dañar su obra y su legado a los ojos de las futuras generaciones. El daño moral suele ser mayor que el daño físico, y la memoria colectiva de algunos de estos personajes es ciertamente negativa. Todo esto, por supuesto, si hablamos de la figura política. Cosa distinta ocurre si nos metemos en casos como los de Hatshepsut o Akhenatón, que además de buscar una reforma política se embarcaron en un cambio del paradigma religioso. Aquí se fue más allá cuando se les persiguió, pues sabemos que para los egipcios es tanto o más importante el más allá como el mundo en el que se nace. Si se borra la memoria de la existencia, si se borran las inscripciones de las tumbas, se puede condenar al olvido al alma del difunto en ese más allá, negándole la posibilidad de trascender, acabando con su vida inmortal. Esto es incluso más grave que el agravio público. ¿Imaginan los lectores una pena tan cruel?

Fuentes:

– González González, Luis: Todo lo que debe saber sobre el Antiguo Egipto. Nowtilus, 2011.

– Osman, Ahmed: Moisés, Faraón de Egipto. Planeta, 1992.

– Plutarco: Vidas paralelelas VII. Gredos, 2009.

– Suetonio: Vida de los césares. Alianza Editorial, 2010.

Acerca de Félix Ruiz

Trabajador Social de formación y apasionado de las temáticas relacionadas con el misterio desde siempre. Redactor de noticias, escritor novel, lector compulsivo y buscador incansable de preguntas que compartir con todo aquel que sea curioso y quiera saber más.

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