Biblioclastas: La infame destrucción del saber

En el siglo en que vivió Enrique de Villena apenas habría teólogo, que abriendo un libro donde hubiese algunas figuras geométricas, no las juzgase caracteres mágicos, y sin más examen le entregase al fuego… un francés, llamado Genest, viendo un manuscrito donde estaban explicados los Elementos de Euclides, por las figuras que tenía se imaginó que era de nigromancia, y al momento echó a correr despavorido, pensando que le acometían mil legiones de demonios, y fue tal el susto, que murió de él.

Estas palabras fueron escritas en el siglo XIX por Fray Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro en Obras Escogidas, y suponen un retrato atroz pero bastante certero de una realidad que se viene produciendo desde la más remota antigüedad pero que nunca ha cesado. Les hablo de la quema indiscriminada de libros por temor, superstición, odio o política. La historia del saber humano se esconde en las esquivas brumas del pasado, pero hoy sabemos que los primeros libros fueron elaborados en Sumer, hace más de cinco milenios. La gran mayoría estaban hechos con un material débil como es la arcilla. Pero no solo el tiempo jugó un papel destacado en su desaparición, pues también el ser humano comenzó su persecución contra el saber desde el mismo momento en que este quedaba codificado en algún tipo de formato físico. Nacieron entonces los biblioclastas, aquellos que se han dedicado a destruir bibliotecas enteras a lo largo y ancho del mundo, a través de los siglos.

Fernando Báez nos cuenta en su magistral Historia universal de la destrucción de libros que los sumerios atribuían a los libros una condición divina, pues pensaban que eran un regalo de la diosa de los cereales Nidaba. Los escribas eran una casta propia dentro de la sociedad sumeria, y rezaban a Nidaba antes de ponerse a escribir. Ser un um-mi-a, un maestro escriba, era un gran honor. Tan grande como para eximirle de cualquier error que pudiera cometer. Pero hay alguna leyenda más que habla del origen de los libros. Un mito de la ancestral ciudad de Uruk cuenta que un mensajero real salió un buen día a hacer un encargo, pero el destino final de su viaje estaba tan lejos que llegó exhausto, incapaz de articular ni una sola palabra. Por ello, el rey de la ciudad decidió que era conveniente que el mensaje estuviera escrito.

Quema de libros de la biblioteca del Institut für Sexualwissenschaft de Berlín, en 1933.

Pero desde que somos sociedad, hemos tenido tendencia a la autodestrucción, y las bibliotecas no iban a ser menos. Los primeros libros conocidos se desgastaban, es cierto, pero también eran destruidos en las guerras entre ciudades-estado. Uno de los primeros ejemplos es la biblioteca de Ebla, situada a 55 kilómetros al suroeste de Alepo, en Siria. Como saben, se trata de una zona que está inmersa en un conflicto constante, pero que también vivió los mismos hace milenios. En 1975 se halló en el yacimiento una sala utilizada como biblioteca, dentro del llamado palacio G, excavado un año antes. En el lugar había miles de fragmentos y tablillas en cada rincón. Cuado sobrevino la destrucción del palacio, la biblioteca corrió la misma suerte. Pero su hallazgo permitió comprobar que la organización de la misma era bastante avanzada.

Las tablillas comerciales ocupaban la pared este, mientras las lexicográficas estaban en la norte. Las baldas de madera que sostenían las tablillas estaban sujetas por soportes verticales, y las mismas tablillas se colocaban siguiendo un ángulo recto. Entre la colección, en la que la mayoría de documentos estaban inscritos por los dos lados, había textos administrativos, históricos, listas comerciales o de ciudades conquistadas. Incluso había una suerte de diccionarios bilingües sumerio-eblaíta. Esto demuestra que no se trataba de un almacén cualquiera, sino de un archivo al estilo de los modernos. Por desgracia, el palacio fue destruido hacia 2500 a. C., y hay quien cree que el culpable no fue otro que Sargón I de Acad, el mítico creador del primer gran imperio de la historia, cuyo origen legendario fue posteriormente tomado como base para el de otros héroes, como Moisés, como ya vimos en otro artículo (Para saber más, leer El nacimiento compartido de un héroe: ¿Moisés fue un personaje legendario?)

Otro gran ejemplo de biblioteca famosa es la que compiló el rey babilonio Hammurabi durante el siglo XVIII antes de nuestra era. Este monarca pasó a los libros de historia por su código legal, basado en gran parte en el régimen del talión. Ya saben, aquello de “ojo por ojo, diente por diente”. Pero este no fue el único logro de Hammurabi. Su imperio se extendió en cruentas guerras que buscaban complacer a Marduk, uno de los grandes dioses de las primeras civilizaciones. Realizó saqueos sistemáticos por cada nuevo emplazamiento conquistado, y trasladó a su biblioteca personal miles de volúmenes. Entre su famosa normativa se encuentra una referencia a la destrucción de tablillas. Decía lo siguiente:

Si un hombre compra el campo, huerto o casa de un soldado, pescador o arrendatario, su tablilla se romperá y perderá su propiedad.

Una destrucción sistematizada dentro de la ley, pero no por ello Hammurabi fue un biblioclasta. El primer sujeto digno de este título infame es Shi Huandi, el Primer augusto soberano, cuyo verdadero nombre era Zhao Zheng, líder de los Quin y célebre por ser el emperador que comenzó con las obras de la Gran Muralla china. Intentó acabar con el régimen feudal de la China del siglo III a. C., pues según él era el foco principal de conflicto. Para ello, no dudó en acabar con todos los opositores a su objetivo, que no era otro que crear un imperio uniforme, comandado con mano de hierro según sus leyes y su formas de ver el mundo. Báez recoge las palabras del historiador Arthur Cotterell al respecto: “En su lucha por imponer la uniformidad se convirtió en uno de los grandes destructores de la historia…”.

Shi Huandi tenía numerosos enemigos, y nunca paraba de esconderse, mientras seguía manejando sus asuntos de forma inflexible, y dedicándose de paso a buscar el elixir de la eterna juventud, deseo que compartió con otros grandes personajes de la historia. En el año 213 a. C. ordenó quemar todos los libros que no versaran sobre profecías, medicina o agricultura. En sus bibliotecas solo cabían escritos afines a su política, mientras el resto eran condenados a la destrucción. Enormes piras eran levantadas en los pueblos, cuyos habitantes asistían incrédulos al atroz espectáculo. Quien osara ocultar cualquier libro prohibido era condenado a trabajar en las obras de la Gran Muralla. Especial atención merecían los trabajos de Confucio, odiado por el emperador. Por suerte, hubo algún valiente que escondió sus escritos, lo que permitió que los mismos no se perdieran para siempre. El cronista chino Sima Qian reprodujo en sus escritos el feroz ataque contra el saber que emprendió Shi Huandi:

Los que se sirvan de la Antigüedad para denigrar los tiempos presentes serán ejecutados junto con sus parientes […]. Treinta días después de que el edicto sea promulgado aquellos que no hayan quemado sus libros serán marcados y enviados a trabajos forzados…

El primer emperador chino, Shi Huandi, censor implacable y biblioclasta.

Miles de escritos contenidos en tabillas de madera, conchas de tortuga o huesos acabaron siendo pasto de las llamas. Por desgracia, en los siglos siguientes el fenómeno continuó muy vivo y se extendió a muchos otros lugares. El ejemplo más infame es el de la biblioteca de Alejandría, fundada en gran parte gracias a los esfuerzos de Demetrio de Falero, quien contó con la inestimable ayuda del primer faraón de la dinastía de los Ptolomeos, Ptolomeo I Sóter, quien fue uno de los grandes generales de Alejandro Magno y que se hizo con el mando de Egipto tras la muerte de este y la disolución de su gran imperio. Demetrio de Falero recibía grande sumas de dinero de las arcas reales para poder hacerse con miles de libros por todo el mundo conocido, destinados a engrandecer la colección de la nueva biblioteca, anexa a los palacios reales. El sueño de Falero era llegar al medio millón de volúmenes, una vasta colección digna de los dioses, donde se acumulara todo el saber de nuestra especie en todos los campos del conocimiento posibles. La expansión de la biblioteca continuó con Ptolomeo II y Ptolomeo III, quien construyó el Serapeum. Por su parte, Demetrio de Falero cayó en desgracia y murió hacia el 285 a. C. presa del mordisco de un áspid. Nunca sabremos si fue un accidente, un suicidio o un asesinato.

La suerte de la biblioteca de Alejandría cambió con las sucesivas guerras que se vivieron en época romana. En el año 48 a. C., dentro del marco de la guerra por el trono de Egipto, Julio César mandó quemar la flota egipcia, lo que provocó que se quemaran ciertos depósitos de libros ubicados en el puerto, que según Séneca albergaban unos 40.000 escritos diferentes, quizá pertenecientes a la biblioteca. Aunque el apoteósico final de la mayor biblioteca del mundo antiguo llegó años después. La historia suele atribuir el hecho a Teófilo y sus seguidores, quienes primero habrían atacado el Serapeum en el 389, concentrándose dos años después en la biblioteca. Todo, por supuesto, en nombre del cristianismo, que ya por aquellos años causaba estragos entre las religiones consideradas paganas por sus creyentes.

Aunque, a favor de los seguidores de la cruz y para que no me señalen como otro ejemplo de persona que azota a la religión, diré que no está del todo claro que fueran cristianos los causantes últimos del fin de la biblioteca. Hay hipótesis en torno a la autoría romana, que señalan a las tropas de Caracalla, que saquearon el templo en 215. Zenobia, reina de Palmira, asaltó Alejandría en 272 y persiguió muchos escritos, destruyéndolos. Hay quienes culpan a los árabes, y más concretamente a Omar I, segundo sucesor de Mahoma. Su comandante Amrou ibn al-Ass conquistó Egipto y preguntó a su líder sobre el destino de ciertos libros que se contenían en la biblioteca del museo de Alejandría. Esto ocurrían en en el siglo VII, tres siglos después de la supuesta destrucción de la biblioteca por parte de Teófilo. Omar decidió quemarlos todos, pues algunos eran afines al Corán y por ello repetían doctrinas que ya tenía, y otros eran contrarios, lo que no estaba permitido. El resultado fue la quema de todos los volúmenes. ¿Se trataba de los restos de la biblioteca, que aun pervivía?

Lo único seguro es que gran parte de ese saber se perdió para siempre. Y los ejemplos no acaban nunca. La biblioteca de Asurbanipal, la de la ciudad de Pérgamo, los libros mágicos perseguidos por Pablo de Tarso mientras trataba de dar su imaginada estructura al cristianismo, la biblioteca de los míticos asesinos de la fortaleza de Alamut, los códices prehispánicos, la Inquisición… Demasiada destrucción, demasiado saber perdido. Un saber que, en muchos casos, nunca podrá recuperarse, mientras que de otros volúmenes solo quedan pequeñas menciones de autores posteriores o un vago recuerdo. La censura del ser humano fue sufrida también por grandes personajes, que vieron como sus libros eran destruidos y ellos mismos eran perseguidos. Ya he dado el ejemplo de Confucio, pero también hay otros nombres ilustres como Miguel Servet, Pico della Mirandola o Enrique de Villena.

Todos han sido víctimas del deseo de algunos por borrar una parte del saber, contrario según ellos a lo correcto. Las razones fueron comentados al principio de este pequeño escrito, aunque todos se basan en la intolerancia y la incomprensión. El saber, venga de donde venga, es un regalo que no hemos sabido cuidar, siendo la cultura la gran damnificada. El lugar que ocupa el mismo en nosotros es intangible y muy valioso, y el que ocupa en el mundo físico es bastante más pequeño de lo que merece. Es una desgracia que la censura política, religiosa y cultural nos haya negado miles, probablemente millones, de libros que expandirían nuestro saber sobre el pasado, pero también otras formas diferentes de ver el mundo. Todo por culpa de las guerras y de los biblioclastas, agentes de la destrucción que siguen campando a sus anchas hoy en día, amparados en los mismos fenómenos que en la antigüedad. No miden las consecuencias de sus actos, ni las pérdidas que ocasionarán y que serán permanentes. Da igual que hablemos de ISIS, de los supremacistas blancos o de cualquier régimen político o ejército, pues entre sus acciones se cuenta la destrucción de bibliotecas enteras, cuyo contenido entienden ajeno a sus dogmas. Mucho me temo que la cultura vive tiempos oscuros, debido en parte al ritmo de vida occidental, a la desgana y a la proliferación de las falsas noticias que vuelan a a escala global en segundos, pero también a la perpetuación de unas prácticas oscuras que están lejos de desaparecer.

Fuentes:

  • Báez, Fernando. Historia universal de la destrucción de libros, Ediciones Destino, 2004.

 

 

Acerca de Félix Ruiz

Trabajador Social de formación y apasionado de las temáticas relacionadas con el misterio desde siempre. Redactor de noticias, escritor novel, lector compulsivo y buscador incansable de preguntas que compartir con todo aquel que sea curioso y quiera saber más.

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