La Atlántida y América: el despertar del mito en la Era de los Descubrimientos

Hoy os quiero hacer partícipes de una pequeña obsesión que tengo. Os hablo de todo lo referente al mito atlante, una de las claves de mi primer libro, “La metamorfosis de la diosa”. Lo que comenzó siendo un homenaje hacia la mujer en general y su papel como símbolo de vida a través de las diosas de la antigüedad, acabó convirtiéndose poco a poco en una búsqueda compulsiva de conexiones cada vez más misteriosas, pero claras ante mis ojos, entre estas diosas, las creencias sobre el más allá y las leyendas sobre ciertas islas sumergidas en tiempos remotos. Todo comenzó con ciertas referencias que encontré en las diferentes religiones sobre el oeste o el poniente, la dirección en la cuál el Sol se escondía cada noche para desaparecer, dando paso a la oscura noche. El Jardín de las Hespérides, el Etelenty de los egipcios o la Tierra Prometida a los Santos de la historia de San Brendán – cuyo artículo podéis leer en esta misma web – son sólo algunos ejemplos de una relación aparentemente inútil y absurda, pero desconcertantemente posible, entre el más allá – muchas veces situado en el oeste – y la Atlántida.

 

A pesar de que también rastreo conexiones entre los fenómenos citados anteriormente y el mundo oriental, ahora me centraré en una efeméride que reactivó el interés en el mito atlante en Occidente. Vayamos de la mano hasta la Era de los Descubrimientos para ser testigos de la nueva fiebre que se desató en torno a este mito gracias al descubrimiento de América. Siendo quizá uno de los episodios más estudiados y polémicos de nuestra historia, reavivó el fervor por las antiguas leyendas, que corrían de boca en boca entre los marineros, clérigos y aventureros que buscaron fama, oportunidades, riquezas y honor en los nuevos territorios. El hallazgo aparentemente casual – y digo bien, aparentemente, ya que hay pruebas más que plausibles sobre exploraciones del continente americano muy anteriores al primer viaje colombino – de una nueva parte del mundo animó a gentes de todos los estratos sociales a enrolarse en las filas de las múltiples misiones exploratorias financiadas por la realeza, nobleza y acaudalados comerciantes. Buena parte de ellos era partícipe, de una u otra forma, del rumor que venía circulando sobre las misteriosas maravillas que se escondían en aquellas latitudes.

Como bien dijo el ensayista mexicano Alfonso Reyes, la Atlántida fue resucitada por los humanistas y fue uno de los motores que llevó a los conquistadores a descubrir el nuevo continente americano. Tal fue el impacto del hallazgo de nuevas tierras que, durante buena parte de los siglos XVI y XVII, los archipiélagos de las Canarias, las Antillas y las Azores figuraron en los nuevos mapas como parte del continente desaparecido.

La caída de la Atlántida, de François de Nomé (siglo XVII)

En la línea del pensamiento del bizantino Kosmas Indicopleustes – el autor que relacionó las estirpes reales de la Atlántida con las tribus perdidas de Israel – se alinea fray Diego de Landa (1524-1579), autor de la Relación de las cosas del Yucatán y principal fuente a consultar si queremos conocer más sobre la escritura maya. Landa llegó a México poco después de su conquista por parte de Hernán Cortés, y poco tardó en identificar las creencias de aquellos pueblos como heréticas y, por tanto, merecedoras del fuego. Según se cuenta sobre él, en un arrebato lanzó a una hoguera varios libros mayas donde se contenían rituales considerados paganos por el joven Landa, quien en etapas posteriores de su vida trató de poner en pie una traducción de la lengua y escritura maya para que fuera comprensible para el resto de españoles.

Durante su investigación sobre la cultura del pueblo maya, Landa oyó historias sobre cierto pueblo desaparecido en el mar, que resultó ser el precursor de los diferentes grupos presentes en la península del Yucatán. Nuestro fraile, bien entrenado en cuestiones bíblicas, no tardó en identificar a ese grupo como las diez tribus isreaelitas que con tanto ahínco han sido buscadas a lo largo de los siglos.

Los esfuerzos de fray Diego de Landa por descifrar la escritura maya no fueron inútiles, a pesar de partir de un punto de vista equivocado – pues pensaba que tenía una base fonética cuando en realidad era ideográfica –, ya que puso sobre papel los resultados de su búsqueda, que fueron recuperados por el obispo belga Brasseur de Bourgbourg en 1864 durante una estancia en Madrid. El obispo, con los trabajos de Landa bajo el brazo, hizo una traducción libre – en realidad atrevida y errónea, pues solo se trata de un texto adivinatorio – del conocido como Códice Troano, llegando a la conclusión de que hubo una gran catástrofe de tipo volcánico en una tierra que pasó a llamar “Mu”, sin que se haya encontrado una explicación satisfactoria al motivo que le llevó a ello. Lo que está claro es que Brasseur de Bourgbourg relacionó esa historia con el mito atlante, a pesar de que autores posteriores hallan desarrollado toda una mitología paralela centrada en la tierra de Mu.

La mitología en torno a Mu contaba con su propia versión de la historia de los sacerdotes de Sais (origen, al parecer, de los diálogos con los que Platón inició el mito atlante como tal), siendo esta vez ciertos sacerdotes de un monasterio indio quienes guardaban los secretos del territorio tragado por las aguas. Esta vez, la acción se desplazó a aguas del Pacífico, a una tierra dominada por un pueblo avanzado culturalmente y que era ajeno a la violencia. Su isla se hundió debido a erupciones masivas e incontroladas de varios volcanes, que acabaron con esta civilización desconocida, cuyos supervivientes se dispersaron por los países circundantes, dando origen a las primeras civilizaciones de Asia, como Egipto y Mesopotamia.

En versiones posteriores de la historia de Mu, mientras se gestaba el movimiento nazi en Alemania, Karl Zschaetzsch publicó en 1922 ‘Atlántida, patria primitiva de los arios, donde se narraba cómo unos humanos de facciones germanas habían sido corrompidos por una Eva venida de fuera de sus tierras y que portaba consigo el saber necesario para la fermentación del alcohol. La aniquilación vino esta vez en forma de cola de un cometa que rozó la Tierra. Sobran los comentarios sobre la utilización propagandística e ideológica de los mitos, a pesar de que no se ha tratado nunca de un fenómeno aislado.

Mapa de Athanisius Kircher donde podemos ver la supuesta ubicación de la Atlántida. Aparece por primera vez en Mundus Subterraneus, en 1669.

Volviendo al tema de la Atlántida, encontramos al clérigo español Francisco López de Gómara, quien en su Historia General de las Indias – escrita en 1552 – dice que el mismísimo Cristóbal Colón estuvo bajo el influjo de la leyenda del desaparecido continente, llegando a ver vínculos entre la cultura atlante y la azteca al conocer que el vocablo “atl” significaba “agua” en la voz nauatl. Nuestro cronista – que jamás pisó suelo americano – adjudica al descubridor la lectura del Timeo y Critias de Platón, donde éste accedió a la historia de los sacerdotes de Sais.

Por su parte, el colonizador Gonzalo Fernández de Oviedo afirmó que los monarcas españoles poseían el derecho de regencia sobre los territorios descubiertos merced a cierto Hespero, supuesto rey hispano de un tiempo prehistórico. Este Hespero sería nada más y nada menos que hermano de Atlas, primogénito de aquel Poseidón que fundó la hipotética Atlántida y, por lo tanto, fundador de una de las diez estirpes reales del imperio. A todo esto debemos añadir que el territorio bajo mando de Hespero era conocido como “las islas de Occidente”. Fray Bartolomé de las Casas, el protector de los indios que tanto aportó al mundo europeo en cuanto al conocimiento de los pueblos nativos americanos, se posicionó en contra de ese supuesto derecho real español sobre suelo americano. Por otra parte, sí que reconoció que Colón pudo estar influenciado por el deseo de hallar la legendaria isla:

Cristóbal Colón pudo naturalmente creer y esperar que aún cuando aquella gran isla estaba perdida y sumergida, quedarían otras, o por lo menos, quedaría tierra firme, que él podría encontrar si la buscaba…

El célebre filósofo inglés Francis Bacon hizo el intento de ubicar la Atlántida, relacionándola con América. Fue su obra Nova Atlantis – La Nueva Atlántida, 1638 – la que sentó las bases de su visión de la civilización ideal. Para Bacon, los habitantes de la isla vivían en un estado armónico de felicidad, respetando el entorno natural y sin perder las bases de los conocimientos pasados. En su obra, el reino se establecía en un páramo ficticio llamado “Besalem”, donde la institución conocida como “la Casa de Salomón” mantenía el orden, fomentando el estudio de la naturaleza, con el objetivo de comprenderla y aprovechar su potencial. John Swan, cuya obra Speculum Mundi (1644) explora la posibilidad de que la Atlántida se encuentre bajo las aguas del Océano Atlántico, habla de esta tierra en estos términos:

…pudiese ser supuesto que Americe – América en este caso – era a veces parte de la gran tierra que Platón llamó la Atlántida, y que los reyes de esta isla tuvieron algún intercambio con la gente de Europa y África… pero cuando ocurrió que esta isla se volvió mar, el tiempo borró todo recuerdo de aquel remoto país, a causa, a saber, por razón del lodo y el barro y otros escombros de este tipo… y aun cuando tal isla hubiese existido y luego fuese tragada por un terremoto, yo estoy muy persuadido de que si América no estaba unida con su parte occidental, aun así no sería errado que hubiera mucho mar entre África y la dicha isla.

Esta hipótesis era respaldada por el jesuita alemán Athanasius Kircher, de la que habló en Mundus Subterraneus, escrito en 1655.

El propio Voltaire, uno de los grandes padres de la Ilustración, siempre dado a enfatizar el poder de la razón y el dominio imperante de la ciencia sobre la superstición, se hizo eco de las historias referentes a nuestro continente perdido. Ello se deduce de cierta dedicatoria a él dirigida en un estudio sobre la Atlántida elaborado por el también astrónomo francés Jean Bailly. Bailly, en Lettres sur l´Atlantide – escrito en 1779 – puso el punto de mira hacia el extremo norte del globo, ubicando la isla en un Ártico antaño tropical. Años antes , y precediendo a Bailly en esta hipótesis norteña, el naturalista sueco Olaus Rudbeck apostó en su relato Atlantica (1675) por dirigir su mirada al sur de su país, frente a Upsala.

Fue el padre Juan de Mariana quien en 1592 relacionó la Atlántida con la Península Ibérica. Ya en pleno siglo XVII, ochenta y un años después de la hipótesis de Mariana, el cronista José Pellicer de Ossau Salas y Tovar elaboró un estudio comparativo entre algunas tradiciones hispánicas y los diálogos platónicos de Timeo y Critias. Tovar llegó a la conclusión de que la cultura atlante estaba íntimamente relacionada por el pueblo conocido como tartesio, dando un paso más al ubicar la capital de la Atlántida en las marismas de Hinojos, en la desembocadura del río Guadalquivir.

Fuentes:

– Ruiz Herrera, Félix. La metamorfosis de la Diosa: Dioses, Atlántidas, Griales y Vírgenes. Amazon Books, Independently published, 2017.

Acerca de Félix Ruiz

Trabajador Social de formación y apasionado de las temáticas relacionadas con el misterio desde siempre. Redactor de noticias, escritor novel, lector compulsivo y buscador incansable de preguntas que compartir con todo aquel que sea curioso y quiera saber más.

Comentarios cerrados.