Muchos han oído su nombre o han visto alguna de sus obras. Pero aun son más quienes desconocen todo sobre el gran ilustrador del siglo XIX. Alguien cuya mirada lo atravesaba todo, incluidos los muros y las mentiras que la sociedad imponía. Su nombre era Gustave Doré.
Corría el 6 de enero de 1832 cuando el artista nació en Estrasburgo. Como todo genio que se precie, sus dones especiales hicieron acto de presencia en su más tierna infancia. Según sus biógrafos, sus primeras obras datan de 1837, cuando Doré tenía unos tiernos cinco años de edad. Con una fama creciente en la esfera artística francesa, poco podía imaginar que un viaje familiar a París le brindaría su primer empleo.
Sus padres tenían una serie de compromisos que cumplir, pero Gustave no deseaba acompañar a sus progenitores. Así que fingió sentirse enfermo y permaneció en el hotel en el que se hospedaba. Con unos bocetos sobre lugares emblemáticos parisinos bajo el brazo, no dudó en acudir el encuentro del famoso editor Charles Philipon, que supo ver el potencial del chico. Se redactó un contrato rápidamente y se localizó a sus padres para convencerlos. Dicho y hecho: la labor de Doré en esta primera etapa quedó plasmada en unas 2.000 ilustraciones para Le journal pour rire. Sus ingresos en aquellos años ya superaron a los de su gran rival en vida, Honoré Daumier.
Un chico sin estudios, sin profesores y sin apoyos, pero con un talento arrollador. Unos ingredientes que se juntaron en la labor de Doré, que comenzó con historietas cómicas. El espaldarazo financiero que le dio Philipon le permitió experimentar nuevas formas de crear. Comenzó a grabar en madera, dejando atrás la piedra. Aun con el estilo cómico, ilustra obras como Los trabajos de Hércules o L’Historie de la Sainte Russie. Las buenas críticas le permitieron trabajar en ediciones sobre John Milton u Honore de Balzac. Su creciente prestigio quedó refrendado finalmente con su trabajo con Gargantúa y Pentagruel, de François Rabelais. Su arte era exquisito, con un nivel de detalle excepcional. Eso despertaba la admiración de sus colegas de profesión, pero también los celos y los comentarios de determinados círculos. Un asunto que se desató en Londres, como pronto se podrá comprobar.
Pero antes de esa prolífica etapa, su posición privilegiada en Francia le valieron plantear ilustraciones de Lord Byron y con motivos religiosos, sobre todo de la Biblia. Una vertiente que también explotó durante toda su vida. Aunque aun restaban dos de sus grandes contribuciones al arte, quizás las más citadas.
Dante y Cervantes
Si los lectores tienen ocasión, admiren tranquilamente el grabado que Doré hizo para el Canto XXXI de la Divina Comedia, en la que el protagonista llega al Empíreo. Solo el tiempo dio la razón al artista cuando apostó por la obra de Dante. La potencia y la sensibilidad del francés plasmada en una imagen, que junto a la de Lucifer en El Paraíso Perdido y Sin cumplido o miramiento para El cuervo de Edgar Allan Poe son de las más impactantes que se pueden admirar.
El nacido en Estrasburgo lo tuvo claro con ese proyecto, tanto como para financiar una primera edición de cien ejemplares de su propio bolsillo. Lo intentó previamente con el editor galo Louis Hachette, quien se negó a financiar dicha aventura. Aunque sí que cedió su editorial para la autopublicación. El éxito fue rotundo. Los setenta y seis grabados de aquella tirada hicieron las delicias de los amantes de Dante, cuyo imaginado periplo a través del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso cobraron vida ante sus ojos. Hachette no pudo sino alabar su determinación. Aquello ocurrió en 1861.
Un año después sus pasos le trajeron hasta España, tras haber recibido un encargo para unas crónicas sobre el país. Acompañado del Barón Davillier, Doré imaginó a Don Quijote y Sancho Panza como nadie lo había hecho antes. Tuvo tal influencia que aquellos modelos aparecidos en la colección Le Tour du Monde continúan siendo el ejemplo a seguir. La literatura, el teatro, el cine e incluso el cómic se inspiran en Gustave para representar a los personajes de Cervantes.
Los demonios londinenses
Más arriba se dijo que Doré fue envidiado al igual que aclamado, y que gran parte de esa inquina apareció en Londres. Todo motivado por su estilo realista y su natural sensibilidad. Un genio dotado de una cualidad especial para ver el alma de lugares y personas no era bien vista por todo el mundo. Su rivalidad con Daumier continuó con los años, muestra de una pugna inmaterial que enfrenta a colosos de todo estilo artístico. Aunque, por una causa u otra, Doré fue más criticado que su compañero.
En 1869 comenzó a trabajar sobre la Londres victoriana, y tres años después le ofrecieron un contrato muy lucrativo desde la editorial Grant & Co, que le obligaba, entre otras cosas, a pasar tres meses al año en la city. Un contrato de cinco años en el que puso sus manos, entre otras, en London: A Pilgrimage, junto a Blanchard Jerrold. Otro éxito rotundo, pero al mismo tiempo un quebradero de cabeza. Doré no tuvo ningún reparo en mostrar el lado majestuoso de la ciudad, pero también la pobreza, el contraste entre lo clásico y el progreso o las fábricas expulsando enormes columnas de humo a través de sus chimeneas. Todo con ese realismo tan molesto para ciertas personas.
A la mayoría de los críticos les molestó el resultado de Londres: una peregrinación, y lo expresaron abiertamente. El Art Journal, cuya influencia en la época victoriana era capital, lo tildó de 《fantasioso más que de ilustrador》. Por su parte, la revista Westmister Review publicó en sus páginas una carta de repudio, más en contra de Doré que de Jerrold.
Aquello no frenó la fama del artista. Siguió con su contrato de 10.000 libras, sus obras de carácter religioso fueron expuestas en Londres y además abrió una galería de arte. Poco parecían importarle el clasismo inglés y su ridículo carácter mojigato. Su juventud y su talento pasaba por encima de cualquier vicisitud.
Aun tenía un gran proyecto en mente, uno que por desgracia no pudo concluir. Sus más de 10.000 grabados para 4.000 ediciones no le bastaron para poder crear unas imágenes que englobaran a otro gran clásico de la literatura universal como William Shakespeare. Su última aportación fue una lujosa edición de El Cuervo, pero ya no le dio lugar a más. La muerte le sorprendió en enero de 1883 en la misma París que tanto le regaló. Tenía 51 años de edad recién cumplidos cuando su corazón dijo basta.
Fue enterrado en el cementerio de Père-Lachaise, pero su genio se convirtió en inmortal. El gran ilustrador del siglo XIX, el de los grandes clásicos, el de los grabados religiosos, y el que se atrevió a desafiar a una Inglaterra inmersa en la Revolución Industrial pero que no aceptaba ninguna crítica sobre su estructura social. Jerrold murió mientras escribía su biografía, y la investigadora Blanche Roosevelt catalogó gran parte de su trabajo en 1885. Por suerte, sus imágenes han trascendido el tiempo, permitiéndonos conocerle, aunque sea admirando sus trazos.