Amelia Dyer y las terribles Baby Farms victorianas

La época victoriana (1837-1901) inglesa no fue nada fácil para los estratos más desfavorecidos de la sociedad. La lucha por la supervivencia era casi lo único que primaba en aquellos momentos. En un entorno donde cualquier delito de sangre era menos penado que los robos, la conocida como Poor Law Amendment Act de 1834 vino a añadir otra losa tremendamente pesada a esos desfavorecidos1. Ya desde la época de los Tudor se venían codificando normas similares, pero esta que nos ocupa fue especialmente lesiva en ese sentido. Una de las peores partes se las llevaron las madres solteras, sin duda. Aunque Paz Velasco de la Fuente, por ejemplo, señaló que las intenciones de este tipo de actuaciones legislativas intentaban disminuir la ingente cantidad de hijos ilegítimos, provocaron la muerte de muchísimos niños2. La Ley de Pobres victoriana fue un paso atrás, sin duda.

Las madres solteras estaban tan mal consideradas que no recibían ayudas y apenas encontraban trabajo en aquella sociedad industrial llena de prejuicios. La ley recogía, entre otras cosas, la exención de responsabilidad de los padres hacia los hijos si estos llegaban al mundo fuera del matrimonio. También la prohibición expresa hacia las madres solteras de recibir ayuda de cualquier tipo a menos que se recluyeran en las Workhouses, que originalmente fueron creadas como instituciones de caridad que ofrecían techo y comida a los más pobres. A cambio, debían trabajar durante jornadas maratonianas de diez horas, en condiciones deplorables en muchas ocasiones3. Ni siquiera los niños se salvaban de estas labores.

En este contexto tan complicado para determinado sector de la población nacieron las Baby Farms (granjas de niños), instituciones ilegales dedicadas al cuidado y alimentación de menores cuyas madres no podían satisfacer sus necesidades más básicas. Algo que a mediados del siglo XIX comenzó siendo un servicio de carácter “caritativo”, pero se convirtió en un negocio muy tentador y lucrativo para gente sin escrúpulos4. Al frente de las mismas solían estar mujeres con escasa o nula formación académica, que se ofrecían a cuidar a esos niños ilegítimos, sobre todo bebés. Las madres sin recursos tenían pocas alternativas. O abortaban lo cual estaba penado o abandonaban a esos bebés. Ambas cosas eran perseguidas y penadas.

Por supuesto, no todas las Baby Farms cometían excesos con esos menores, pero los escándalos no faltaron, y algunas de ellas han sido testigos mudos de horrores inimaginables. Sus regentas aparentaban tener una actitud muy cordial, y se jactaban de no juzgar a las mujeres que dejaban allí a sus hijos. No había registros oficiales, por lo que nunca se ha sabido muy bien cuántas criaturas han pasado por estos lugares.

El negocio solía funcionar de la siguiente forma. Por lo general, había dos modalidades de pago básicas: entrega temporal de los hijos a cambio de unos cinco chelines al mes o abandono definitivo a cambio de un pago único comprendido entre las diez y las quince libras. En este último caso, los niños eran posteriormente entregados (vendidos) a una nueva familia.

Las Baby Farms empezaron a aparecer rápidamente y a ser anunciadas sin ningún tipo de pudor. Igualmente, las mujeres que se veían abocadas a estas soluciones tan crueles publicaban anuncios en el que ofrecían a sus hijos. Dado el beneficio tan tremendo que estas transacciones suponían para las dueñas de esas Baby Farms, no es de extrañar que algunas de ellas fueran un paso más allá. En el proceso descrito anteriormente cobraban dos veces (a las madres y a la familia adoptiva), pero había casos en los que las mujeres volvían a buscar a sus hijos, morían y dejaban de pagar o pasaban años antes de que esos menores fuesen adoptados por otras parejas. Ante la falta de ingresos continuados y de espacio, imperó una terrible lógica: era mejor asesinar a los niños que les estorbaban que cuidar continuamente de ellos.

En tiempos en los que la muerte infantil era el pan de cada día y había un control muy escaso de las cifras por parte de las autoridades, determinadas Baby Farms se convirtieron en lugares de muerte. Dadas las terribles circunstancias, los cadáveres de bebés se contabilizaban generalmente como infanticidios, siendo las madres quienes acarreaban con las culpas, si es que daban con ellas. Cuanto más pequeños eran, menores sospechas recaían sobre las regentas de estas “casas de acogida”.

Los bebés que pasaban esa criba no tenían tampoco un futuro nada fácil ni halagüeño. Se les alimentaba a base de leche de vaca mezclada con agua azucarada, para más adelante comer otra serie de cosas nada aconsejables para su salud. De una forma u otra, su nutrición dejaba mucho que desear. El índice de mortalidad en las Baby Farms era mucho más alto que la media, y seguía siéndolo aun cuando los menores superaban los primeros dos o tres años de vida. Rara vez llegaban a ser adultos, incluso cuando estaba en hogares regentados por gente más caritativa.

Amelia Dyer

Como se puede comprobar en estos párrafos, hubo situaciones extremas en las que personas de muy corta edad se vieron abocadas al abandono y la muerte prematuras por la simple razón de ser hijos de madres solteras o prostitutas. La Poor Law Amendment Act de 1834 era tan tremendamente punitiva hacia las mujeres que estas se veían obligadas en muchos casos a acudir a las Baby Farms con el mayor de los secretismos posible, bajo la amenaza de ser detenidas y fuertemente castigadas. Había casos en los que las Baby Farms eran más caritativas con esos hijos ilegítimos, a pesar de moverse por el deseo de lucrarse. Pero igualmente había verdaderos depredadores en ese submundo. Gente que asesinó impunemente con el único objetivo de seguir ganando dinero. Cuanto más, mejor. En este ambiente se movió la verdadera protagonista de este texto, para la desgracia de cuantos se cruzaron en su camino. Ella era Amelia Elizabeth Dyer.

Nació al este de Bristol en 1836. Concretamente, en la pequeña localidad de Pile Mars. Era la quinta hija de Samuel y Sarah Hobley, un matrimonio con pocos recursos que apenas podía mantener a sus hijos. Samuel era zapatero, por lo que sus ingresos eran escasos. Para mayor infortunio de Amelia, su madre contrajo tifus cuando ella tenía diez años, teniendo que cuidarla durante el siguiente lustro, hasta que Sarah falleció. No fue la única tragedia que Amelia tuvo que vivir prematuramente, ya que dos de sus hermanas murieron sin llegar a la edad adulta.

Contando con veinticuatro años, se casó George Thomas, formándose posteriormente como enfermera. Una formación que jamás finalizó George no era un hombre joven, sino que tenía casi sesenta años cuando se casó con Amelia, por lo que probablemente nunca fue consciente de lo que su mujer haría durante las siguientes décadas. O, al menos, no la acompañó durante mucho tiempo en sus macabras actividades. Durante años, la situación de la mujer fue más o menos estable, pero el pujante negocio de las Baby Farms llamó a su puerta. El diario Bristol Times & Mirror publicó un anuncio que cambió el rumbo de la vida de Dyer. Allí aparecía el nombre de una tal señora Harling, que no era otra que Amelia, que usó un pseudónimo para evadir las posibles consecuencias legales:

Pareja casada sin familia adoptaría un niño sano para vivir en agradable hogar en el campo. Precio: 10 libras semanales. Señora Harling”.

Sobre ese mismo anuncio otra mujer pagó para que el diario publicara otro anuncio:

Busco mujer respetable para cuidar a un niño pequeño”.5

El desesperado anuncio era de Evelyn Marmon, una camarera de 25 años que había dado a luz a Doris, una hija ilegítima, en una pensión de Cheltenham.

Amelia era madre de dos hijos, lo que no le impidió lanzarse a la aventura de las Baby Farms. Solía cobrar cantidades que oscilaban entre las diez y las ochenta libras por menor. Conforme pasaban años (y Dyer estuvo en el negocio durante décadas), el precio fue en aumento, y la forma de pago derivó en el pago por adelantado. Una cantidad importante, sin duda. Lejos de dedicarse a mantener a los niños (no se sabe con certeza cuántos pasaron por sus manos), se deshacía de ellos a la menor oportunidad, según se dedujo una vez fue detenida y juzgada. Pero no adelantemos acontecimientos.

A finales del siglo XIX estaba permitido usar determinados mejunjes para mantener a los bebés tranquilos y para tratar de curar algunas enfermedades. Cosas tan denostadas hoy como la heroína o el láudano campaban a sus anchas, incluso entre la población más joven y vulnerable. Pues bien, Amelia Dyer era de esas personas que no tenía ningún tipo de remordimiento cuando usaba estos jarabes con los niños. Y tampoco lo hacía con el debido cuidado. Sus víctimas morían por sobredosis o por inanición, ya que estaban tan drogados que ni siquiera eran capaces de llorar para pedir comida. Eso fue en los primeros tiempos, se supone. Posteriormente hubo testigos que señalaron que la mujer recibía a cantidades cada vez mayores de bebés. Incluso a varios en el mismo día. Así que no podía permitirse el lujo de tenerlos mucho tiempo y de invertir el dinero ganado en productos para mantenerlos sedados, así que pasó a un método más expeditivo y rápido: la estrangulación.

Muchos años antes de ser descubierta definitivamente, Amelia fue encarcelada durante medio año y condenada a trabajos forzados por negligencia en el cuidado de bebés. Eso ocurrió en 1879, y aun debieron de pasar casi dos décadas más para que fuese aprisionada y se pusiese punto y final a sus terribles prácticas. Antes incluso, Dyer se fugó a Estados Unidos y se divorció, pero su modo de vida nunca cambió. Únicamente se hizo más terrible cuando regresó. Ni siquiera pudo terminar sus estudios de enfermería debido, según se cuenta, a sus “tendencias suicidas e inestabilidad mental”.

Una vez comenzaron los estrangulamientos, los certificados de defunción a los que solía recurrir dieron paso a los enterramientos furtivos. No quería levantar sospechas, así que Amelia Dyer inhumaba ella misma los cadáveres o arrojaba los mismos al Támesis. Su Baby Farm seguía yendo viento en popa, pero la avaricia suele romper el saco, y esta mujer no cesaba en su empeño de abarcar todo lo posible. Ese tipo de cosas suelen acabar mal, por suerte.

El 30 de marzo de 1896, un barquero navegaba por el Támesis a la altura de Reading (al oeste de Londres) cuando sacó del agua un bulto envuelto en lino, periódico y papel. Era un bebé en avanzado estado de descomposición. Una vez denunciado el hallazgo, las autoridades no tardaron mucho en descubrir la identidad de la víctima. Se trataba de Helen Fry, una niña que había sido estrangulada con una cinta blanca que seguía teniendo alrededor del cuello (método favorito de Dyer, como pronto averiguaron estos detectives). En el paquete aun podía distinguirse un nombre y una dirección: señora Thomas, número 26 de Piggot’s Road, Caversham. Se trataba de un suburbio de Reading.

Como no podía ser de otra forma, los detectives siguieron la pista. En la casa no había nadie, pero sí que se hallaron mucha ropa de bebé, recibos de anuncios de varios periódicos de todo el país y una cinta blanca igual a la encontrada en Helena Fry. Tirando del hilo, y a través de vecinos y otros testigos, los detectives dieron con Amelia Dyer, que se había ido de esa casa pero había dejado rastro.

Para estar seguros de que daban con la persona correcta, los detectives tendieron una trampa a Amelia. Usaron a una supuesta madre como señuelo. La “señora Thomas” picó, y tres agentes entraron en su caza cuando respondió al anuncio. No encontraron cadáveres, pero sí que había cintas blancas, telegramas sobre acuerdos de adopción y recibos a nombre de Thomas. Más que suficiente para incriminar a Amelia Dyer.

La mujer no tardó en confesar sus crímenes. En el Támesis se hallaron seis cuerpos más, teniendo todos cintas blancas alrededor del cuello. Para ello, parte del río fue dragado por orden judicial. Fue enjuiciada por doce muertes. Dyer trató de alegar locura, pero no le sirvió de nada. El juicio fue relámpago, pues apenas duró cinco minutos. Mucho más de lo que merecía. El jurado la declaro culpable y fue condenada a muerte el 22 de mayo, siendo antes trasladada a la cárcel de Newgate. A las 9:00 del 10 de junio de 1896, Amelia Dyer fue ahorcada tras recalcar que no tenía nada que decir. Curiosamente, se convirtió en la mujer de mayor edad en ser ejecutada desde 1843.

Para entonces, la asesina contaba con unos 59 ó 60 años, un dato que nunca se ha llegado a aclarar (Otras fuentes, como Capital Punishment U.K. señalan que podía tener 57 años cuando fue ejecutada). Fundamentalmente, porque nunca se supo con certeza cual era la fecha completa de su nacimiento. La investigación en torno a la mujer intentó reconstruir las anteriores décadas de terror y muerte. Doce asesinatos confirmados, que bien pudieron ser dos o tres centenares, según algunas estimaciones.

Amelia Dyer fue una de las ocho personas que fueron ejecutadas por crímenes parecidos entre 1870 hasta 19096. Precisamente, al final de ese periodo fue cuando las autoridades estatales fueron asumiendo paulatinamente la protección de los menores abandonados. La infame lista de asesinas que regentaban Baby Farms durante aquel periodo incluía, además de a Amelia Dyer, a Margaret Waters, Annie Tooke, Jessie King, Ada Chard-Williams, Rhoda Willis, Annie Walters y Amelia Sach, formando estas dos últimas un binomio criminal. Sus nombres empañan la historia victoriana y parte de su herencia cultural e histórica. Los pobres nunca lo han tenido fácil. Lo tenían mucho peor entonces. Las Baby Farms proliferaron en ese contexto, también en Estados Unidos, Australia o Nueva Zelanda, habiendo igualmente casos dolorosos como el que se ha relatado aquí, pero el ejemplo de Amelia Dyer ejemplifica a la perfección los rincones más oscuros de la ley de la oferta y la demanda, que a veces no atiende ni a los derechos más básicos de las personas.

1 La Poor Law más temprana fue la conocida como Ordenanza de trabajadores, promulgada por rey Eduardo III de Inglaterra en 1349 y revisada en 1350. Hubo más ejemplos en la época de los Tudor y en el periodo isabelino, en 1601. El sistema de Poor Law no fue formalmente abolido hasta la Ley de Asistencia Nacional de 1948, aunque parte del sistema se mantuvo en dicha ley hasta 1967.

2 Velasco de la Fuente, Paz: Baby Farm: cuando asesinar niños se convirtió en negocio https://criminal-mente.es/2017/06/20/baby-farm-cuando-asesinar-ninos-se-convirtio-en-negocio/

3 Para conocer mucho mejor el contexto en el que se crearon y proliferaron estas instituciones, se puede consultar la página web sobre las workhouses en Gran Bretaña https://www.workhouses.org.uk/

4 El estado no entró en acción en este sentido hasta finales del siglo XIX, precisamente tras los escándalos como el de Amelia Dyer. La Ley de Protección de la Vida Infantil de 1897 permitió a las autoridades locales controlar el registro de las enfermeras responsables de más de un niño menor de cinco años durante un período superior a 48 horas. Según la Ley de la Infancia de 1908, “ningún niño puede permanecer en un hogar tan inadecuado y tan hacinado como para poner en peligro su salud, y ningún niño puede ser mantenido por una enfermera inadecuada que amenaza, por negligencia o abuso, con su cuidado y mantenimiento adecuados“. Una serie de leyes aprobadas durante los siguientes setenta años, incluida la Ley de Niños de 1908 y la Ley de Adopción de Niños (Regulación) de 1939, colocaron gradualmente la adopción y el cuidado de crianza bajo la protección y regulación del estado.

5 Navarro, Fran: Esta mujer mató a cientos de niños durante la época victoriana https://www.muyhistoria.es/contemporanea/articulo/esta-mujer-mato-a-cientos-de-ninos-durante-la-epoca-victoriana-741670242263

6 Información extraída de http://www.capitalpunishmentuk.org/babyfarm.html

Acerca de Félix Ruiz

Trabajador Social de formación y apasionado de las temáticas relacionadas con el misterio desde siempre. Redactor de noticias, escritor novel, lector compulsivo y buscador incansable de preguntas que compartir con todo aquel que sea curioso y quiera saber más.

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